Geografía de la muerte
Las desigualdades regionales en salud pública deben marcar el norte para los políticos
En un primer nivel de análisis, el nuevo Atlas nacional de mortalidad en España no es más que una confirmación estadística de unas ideas bien establecidas por la investigación biomédica. Sabemos que fumar es una causa estrella de las enfermedades pulmonares, como también lo es respirar las emanaciones de una mina de carbón, sabemos que la promiscuidad heterosexual aumenta el riesgo del cáncer de útero, puesto que propaga el virus del papiloma que lo causa, y que comer grasas saturadas, del tipo de las que anegan pizzas, bollos y hamburguesas, conduce a la diabetes, la enfermedad metabólica y de ahí a los jinetes del apocalipsis que subyacen al grueso de la mortalidad humana en los países occidentales, y cada vez más en el mundo en desarrollo: infartos, cánceres y enfermedades neurodegenerativas. Hasta ahí lo obvio, la ciencia de la muerte.
Se sabe desde hace un par de años que el código postal es uno de los mejores predictores de la salud.
Pero la distribución geográfica de la mortalidad en España cuenta una historia más amplia, preñada de implicaciones políticas, como una agenda de actuación nítida y elocuente. Que los mayores índices de mortalidad por diabetes y sus secuelas se den en Canarias y Andalucía se explica fácilmente porque ahí es donde se comen más bollos, pero esto nos conduce a la siguiente pregunta: ¿Por qué se comen tantos bollos en Canarias y Andalucía? Preguntémonos también por qué se fuma más en Extremadura, por qué se consumen menos verduras en Burgos, por qué las regulaciones de la minería están mal hechas en Asturias, por qué los adolescentes canarios y baleares no se ponen un condón. Mientras que las causas directas –virus, humos, grasas— de estas muertes son una cuestión individual, su heterogénea distribución las convierte en un problema de salud pública, uno en que la acción administrativa resulta necesaria para romper el maleficio. No es muy difícil sobre el papel. Bastaría que las peores comunidades autónomas copiaran a las mejores, tal vez bajo los auspicios del ministerio de Sanidad.
No todo, sin embargo, es competencia estatal ni autonómica. Se sabe desde hace un par de años que el código postal es uno de los mejores predictores de la salud. El ciudadano medio de Pozuelo, un pueblo madrileño que ostenta la marca de renta per cápita en España, disfruta de seis años de vida más que uno de La Línea en Cádiz, uno de los municipios más pobres del país. Y al final cada persona es de su barrio, como demuestran dos zonas de Madrid ciudad: un vecino del barrio Salamanca (un barrio muy rico) vive cuatro años más que el del Puente Vallecas (uno muy pobre).
El atlas debe marcar la agenda política para aminorar la desigualdad. La situación actual se ajusta a la “ley de los cuidados inversos” formulada por el sociólogo británico Julian Hart: A más necesidades de salud de la población, menos gasto en atención médica. La Ley General de Salud Pública, que insiste en la reducción de las desigualdades en salud, se aprobó en 2011, pero duerme el sueño de los justos en un cajón ministerial nueve años después. La ciencia y la estadística han hablado. Es la hora de la política.
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