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Columna
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Y era profecía

El fin de legislatura catalana nos indica que toca cerrar al periodo de bloqueo y excepción

Josep Ramoneda
Quim Torra tras anunciar el adelanto electoral este miércoles en el Parlament.
Quim Torra tras anunciar el adelanto electoral este miércoles en el Parlament.Albert Garcia (EL PAÍS)

Si Quim Torra se hubiese dejado llevar por lo que le pedía el cuerpo, hubiese mandado a sus socios de Esquerra Republicana a paseo y hubiera convocado elecciones ya. Al negarse Esquerra a seguir el juego de las “desobediencias inútiles”, el president Torra se sintió desautorizado y desafiado en su estrategia de confrontación, convencido de que toda provocación, por pequeña que sea, suma. Sin embargo, por una vez, ha atendido a los pequeños intereses del día a día, por más que le puedan parecer menores frente al destino supremo de la patria. Una encuesta reciente del CEO (el CIS catalán) cifra en el 61% los ciudadanos que piensan que el Gobierno catalán no es capaz de resolver sus problemas. Dejar en el aire los presupuestos que el vicepresidente Pere Aragonés había pactado y que, por fin, permitían salir de la maldición de las prórrogas, situaba en muy delicada posición a los suyos. Elecciones sí, pero con las cuentas aprobadas.

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Ha costado dos largos años de estancamiento, con evidentes costes tanto para Cataluña como para España, que las fabulaciones que pretendían hacer normal la anormalidad empezaran a decaer. La crisis estalló el lunes, pero podía haber sido en cualquier momento. Simplemente se ha puesto de manifiesto lo que, si se me permite parafrasear irreverentemente al poeta Foix, todo el mundo sabía y era profecía: que la unidad del independentismo era una ficción y que el mandato de implantar la República que Torra señalaba como objetivo de la legislatura era pura fantasía. Y si había diferencias estratégicas entre los dos socios es porque Esquerra, en su papel de fuerza tranquila, ya se había situado en una lógica de largo plazo, priorizando sacar rendimiento de apuestas posibles, mientras que Junts per Catalunya, un barullo de personalidades y grupos en lío permanente, necesitaba mantener vivas las expectativas para no romperse, agarrados a Carles Puigdemont, el único icono de la casa que nadie osa desafiar.

Como a cada tropiezo del independentismo oiremos solemnes proclamaciones de la derrota del proceso, como viene ocurriendo cíclicamente desde 2012. Y como ya ha advertido Pablo Casado la derecha seguirá practicando el recurso permanente al juzgado de guardia, que parece ser hoy su gran horizonte ideológico. Sin embargo, el fin de legislatura catalana nos indica que toca cerrar al periodo de bloqueo y excepción. Si ahora se solemniza que los reyes magos no existen y la independencia unilateral no está al alcance del independentismo, también debería servir para reconocer (y probablemente las elecciones lo confirmen) que el independentismo está ahí y la idea de su derrota definitiva forma del pensamiento mágico. Toca volver a la política —es decir, a la complejidad de lo real— y abandonar las adhesiones inquebrantables propias de la cultura política de trinchera. Se abre una nueva etapa para todos. De algún modo la ha anticipado al Gobierno de Pedro Sánchez al apostar por el reconocimiento al independentismo y por la mesa de negociación. Por ahí se empieza.

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