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Columna
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Mi triste recuerdo de Auschwitz

Cabe preguntarse, a los 75 años de aquella locura de muerte, si aún es posible seguir creyendo en el hombre y en los valores de la civilización

Juan Arias
Ceremonia para conmemorar los 75 años de la liberación del campo de concentración de Auschwitz.
Ceremonia para conmemorar los 75 años de la liberación del campo de concentración de Auschwitz.Getty

Hace 41 años entré por primera vez en la memoria del campo de concentración de Auschwitz como enviado especial de este diario con motivo de la primera visita de un Papa, la del polaco, Juan Pablo II, a un campo de concentración nazi.

Me preguntan hoy qué sentí hace ya 41 años al pisar aquel lugar de tragedia y muerte donde perdieron la vida más de un millón de personas. Si es cierto que un periodista, al igual que un cirujano, debe dejarse en casa sus sentimientos personales a la hora de recoger los hechos de la vida para contarlos a los otros, también lo es que a veces eso se hace imposible. Fue así para mí aquella visita a Auschwitz que convulsionó mis sentimientos y aún no se me ha borrado de la memoria.

Tuve además entonces el privilegio de ser el único periodista que consiguió entrar con el Papa polaco a la cámara de la muerte, donde dejaban morir de hambre y sed a los prisioneros. Al Papa lo acompañaba un señor ya mayor que llevaba en sus brazos un mazo de flores rojas. Era uno de los prisioneros que se había salvado de entrar en aquella cámara de la muerte porque un compañero suyo, que resultó ser un sacerdote, el hoy canonizado por aquel papa como San Kolbe.

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Aquel día tuve la intuición de irme antes del resto de los periodistas al campo para tener una experiencia personal de la visita. Recuerdo aún el escalofrío que sentí recorriendo aquel lugar de muerte. No me atreví a entrar en los hornos crematorios donde calcinaban a niños y mujeres.

Al Papa lo acompañaba, entre las autoridades vaticanas, el sustituto de la secretaria de Estado, el español monseñor Eduardo Martínez Somalo, un progresista que me conocía y me hizo un guiño para que pudiera entrar con las cuatro o cinco personas que acompañaban al Papa. Nos contaron que cuando metieron en aquella cámara de la muerte al preso Maximiniano Kolbe, que se había ofrecido a morir en vez de su compañero de campo que tenía familia con varios hijos, iban muriendo todos menos él que seguía vivo y rezando. Como necesitaban espacio para meter a otros condenados a muerte, acabaron dándole una inyección letal.

De Auschwitz el Papa pasó a visitar tres kilómetros del campo de Brzezinka , donde había tumbas escritas en todas las lenguas. Lo que más me impresionó fue la visita del Papa a la tumba escrita en hebreo y la escrita en ruso. Ante la escrita en hebreo el Papa recordando la tragedia del Holocausto dijo que estaba “ante un nuevo Gólgota” y que nadie podía pasar indiferente ante aquella tumba. Ante la escrita en ruso, improvisando unas palabras que no estaban en el discurso oficial, hizo una apología de lo que Rusia había hecho para liberar a Europa de la tragedia de la Segunda Guerra Mundial.

Las buenas relaciones entre el Papa polaco y el pueblo judío eran conocidas, hasta el punto que se llegó a escribir que Wojtyla era viudo cuando decidió hacerse sacerdote. Parece que tenía como novia a una joven judía con quien, antes de que la llevaran a un campo de concentración para morir, había hecho un matrimonio de conciencia.

Lo que chocó de sus palabras a favor del papel de Rusia fue su énfasis en defender su papel de liberadora ya que era conocida la oposición radical que mantenía con los comunistas en Polonia. Allí, sin embargo, Juan Pablo II se olvidó de su ideología para hacer una llamada al mundo sobre la defensa de los valores de la libertad.

De Auschwitz me permití llevarme aquel día una flor minúscula, una especie de cíclame que había brotado entre dos piedras al lado del alambrado del campo. Aquella flor estuvo mucho tiempo en mi cartera junto a mi tarjeta de identidad. Un día cayó en manos de unos policías. Me pararon en una carretera de Italia. Al parecer no estaba funcionando uno de los faros de mi coche. Me pidieron el carné y con él salió la pequeña flor ya seca. Uno de los policías la vio y, muy a la italiana, me dijo que no me multaba porque yo “era muy romántico”. Nunca se imaginó que aquella flor era de todo menos romántica. Llevaba todo el peso del recuerdo del infierno del Holocausto.

Teólogos de la Iglesia luterana escribieron que después de Auschwitz “ya no sería posible creer en Dios”. Lo que sí cabe preguntarse, a los 75 años de aquella locura de muerte, es si aún es posible seguir creyendo en el hombre y en los valores de la civilización. Y si el mundo no estará dando motivos hoy, con sus tentaciones de vuelta a la barbarie, para desconfiar de que haya aprendido de la que fue una de las experiencias más trágicas perpetradas por el homo sapiens.

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