El origen mestizo de la humanidad
Nuestra especie es el producto de la hibridación entre cuatro poblaciones africanas ancestrales
El pensamiento biológico alberga una paradoja que afecta por igual a los creacionistas y a los neodarwinistas ortodoxos. El más destacado de estos últimos fue Theodosius Dobzhansky, el genetista ucraniano que más influyó en la teoría evolutiva del siglo XX, que sigue siendo nuestro modelo estándar de la historia de la vida. Llama la atención que Dobzhansky fuera un creyente. La selección natural darwiniana –la reproducción diferencial del mejor adaptado a su entorno— no era para él una refutación del Génesis, sino el mecanismo elegido por Dios para crear al hombre a su imagen y semejanza. En este sentido, Dobzhansky fue un pensador más antiguo que su padre intelectual, Charles Darwin, que había entendido un siglo antes que la selección natural era capaz de generar diseños sin necesidad de un diseñador: una legítima alternativa científica a los textos sagrados, la muerte de Dios que poco después decretó Nietzsche.
Las ecuaciones de la genética de poblaciones que compiló Dobzhansky son ciencia sólida. Su idea de que habían sido formuladas por Dios es, obviamente, una creencia religiosa, aunque no se puede decir que carezca de un relato argumental. Si la evolución es una historia de progreso, y la selección natural promueve, generación tras generación, unos organismos cada vez más aptos, uno puede interpretar que la conclusión forzosa del proceso es la sacrosanta especie humana, la verdadera reina de la creación. La ilustración canónica de este estilo de pensamiento son aquellas viejas láminas en que un mono se va alzando paulatina y armoniosamente hasta alcanzar la posición erguida y la palabra articulada, un estatus a medio camino entre Dios y la piedra, como decía Lynn Margulis.
Pero ya es hora de tirar la vieja lámina al mismo contenedor de papel en el que duermen las sirenas, las quimeras y las cabras de seis patas que imaginaron los marinos en tiempos precientíficos. Porque la evolución rara vez funciona como una escalera al cielo, como querría Dobzhansky, y más a menudo adopta la forma de un árbol o un arbusto, con ramas adaptadas a su entorno local que coexisten en el tiempo, y a veces en el espacio, que pueden competir entre sí pero también hibridarse y generar así novedades biológicas de manera bastante brusca, por la pura y simple combinación sexual de adaptaciones preexistentes. Lee en Materia cómo los últimos datos genómicos confirman, de manera cada vez más aplastante, que la evolución humana ocurrió exactamente así, en un artículo narrado de primera mano por uno de los científicos más destacados del sector, y seguramente el que mejor escribe de todos ellos.
El cuadro que nos pinta la mejor genómica disponible es el de la hibridación de cuatro grandes grupos de población que coexistieron en África hace 100 milenios
Nuestra especie no se originó como la cúspide de un proceso parsimonioso de mejora gradual. El cuadro que nos pinta la mejor genómica disponible es el de la hibridación de cuatro grandes grupos de población que coexistieron en África hace 100 milenios: los cazadores-recolectores san de Sudáfrica, que hablan “lenguajes clic” cuyas consonantes son besos y chasquidos de la lengua; los africanos del este, de los que provenimos todos los humanos no africanos; los pigmeos de las selvas ecuatoriales; y una fascinante “población fantasma” de la que no existen representantes actuales, pero cuyo legado está vivo y coleando en nuestro genoma. Dobzhansky se equivocó, aunque, como todo gran científico, lo hizo de manera interesante y productiva. Hoy sabemos que nuestra especie es mestiza desde su mismo origen en la noche africana de los tiempos.
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