Érase una vez una niña de 10 años...
La mitad de los menores del mundo sin escolarizar viven en contextos afectados por crisis y violencia y casi la mitad de los refugiados en edad de educación primaria no estudian
La protagonista de este cuento es una niña de 10 años, feliz, querida y cuidada por su familia. Sabe que no es rica, aunque no le falta de nada. Su padre y su madre la adoran, y sus hermanos también la quieren, sobre todo el pequeño. La niña va cada día ilusionada y contenta al colegio porque allí están sus amigos. Le gusta estar en clase, aprender, y aunque la asignatura de lengua le cuesta un poco más que las otras, al final, gracias a su esfuerzo, acaba aprobándola.
¿Ya tienen la imagen de nuestra protagonista en la cabeza? Bien. Pues ahora la historia da un giro inesperado y esa feliz vida se interrumpe, de golpe, por una guerra que en pocos días destruye esa apacible existencia. Y la niña feliz desaparece. Ahora está asustada, lo ha perdido todo, hasta su familia, y escapa de un conflicto que apenas entiende.
Este pequeño cuento de terror pasa cada día en la vida real. Cada día. Con matices, claro. La niña puede ser un niño o la crían sus abuelos o sí se preocupa por el dinero porque no tiene recursos económicos o mil pequeños detalles que no deben alejarnos de la idea principal: ha tenido que huir por culpa de la violencia. Si no ha huido por una guerra, lo ha hecho porque las maras han amenazado a su familia, porque un grupo terrorista ha atacado su comunidad o porque forma parte de una minoría discriminada en el país en el que vive. O por mil motivos más. La violencia tiene muchas caras.
Huir quiere decir dejarlo todo. No solo tu casa, tu barrio, tu comunidad. También dejas la escuela, con lo que eso supone para tu futuro. Poder estudiar puede parecer algo secundario cuando has tenido que huir porque no te ha quedado otro remedio. De hecho, y por desgracia, muchos gobiernos lo ven así. Pero no es algo secundario porque para muchos niños y niñas la escuela es un espacio seguro en el que pueden relacionarse, aprender, explicar sus preocupaciones y asentar las bases de su futuro.
En la escuela no solo se aprende a leer y escribir, sino también a gestionar emociones, a afrontar el conflicto traumático que han vivido
Si no van a la escuela, están expuestos a sufrir más de lo que ya han sufrido. Pueden convertirse en víctimas de una doble agresión, la que ya han vivido y la que les acecha, porque corren el riesgo de ser víctimas de violencia sexual, de género, matrimonio infantil, embarazos no deseados, trata, trabajo infantil o de convertirse en niños soldado, entre otros.
Según Naciones Unidas, la mitad de los menores del mundo que no están escolarizados viven en contextos afectados por crisis y violencia y casi la mitad de los refugiados en edad de educación primaria, no estudian. Dos datos que nos muestran la magnitud del problema. Por eso hoy, Día Internacional de la Educación, hay que celebrar todo lo positivo que nos brinda, por supuesto, pero también es el momento de reivindicar el derecho a tener unos estudios de calidad. Y, especialmente, cuando hablamos de niños y niñas que han tenido que dejar sus hogares por un contexto de violencia.
Lo dice la Convención sobre los Derechos del Niño. Lo recoge la Agenda 2030. No podemos negarles este derecho ni convertirles en una generación perdida, encerrada en un círculo de pobreza y exclusión. Su acceso a la educación es el primer paso, un factor clave para que puedan rehacer sus vidas. Porque en la escuela no solo se aprende a leer y escribir, sino también a gestionar emociones, a afrontar el conflicto traumático que han vivido.
En Educo lo vemos cada día con nuestros propios ojos en Malí, Burkina Faso, El Salvador, Bangladesh… Vemos cómo sus miedos se quedan fuera del aula y el espacio que dejan esos miedos lo ocupan las nuevas amistades, los juegos entre compañeros y los aprendizajes. Ahí vuelve a nacer la esperanza. Por eso, tenemos que trabajar todos juntos (gobiernos, entidades, organizaciones) para reintegrar a estos niños y niñas en el colegio. Porque garantizar el derecho a la educación es una de las claves para conseguir, algún día, que el cuento de terror tenga un final feliz.
José M. Faura es director general de Educo
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