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Tribuna
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Argentina, volver a empezar

El mayor logro del nuevo programa económico es enviar a los acreedores el mensaje de que el país quiere pagar su deuda. Si se logra una menor monetización del déficit, quizás sea posible estabilizar la economía

RAQUEL MARÍN

El presidente argentino Alberto Fernández abrió su discurso de toma de posesión con una mención a Raúl Alfonsín en la que reconocía que con él se había iniciado la reconstrucción de la institucionalidad del país. Lo que en muchos países sería mera cortesía política, en la Argentina moderna era la primera vez que ocurría. No es poca cosa. Como tampoco lo es que un presidente se comprometa a garantizar la convivencia de todos los argentinos por encima de ideologías y disensos. No ha sido esta la historia del país. Alfonsín no acabó su mandato, y tampoco lo hizo Fernando de la Rúa. De los 35 presidentes constitucionales que el país ha tenido desde 1854 —los golpes militares designaron otros 13 presidentes— solo 17, contando ya a Macri, pudieron acabarlo. Reconocer que para salir del aturdimiento el país necesita más democracia y mejores instituciones es un fenomenal avance.

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Recuperar la confianza y la convivencia no va a ser una tarea fácil. Cuando el Gobierno se siente con los acreedores para reprogramar el vencimiento de sus 100.000 millones de deuda privada estará iniciando su séptima renegociación de deuda externa desde 1900. Cuando hable con el FMI para ajustar el mayor préstamo que la institución jamás haya concedido, 57.000 millones de dólares estadounidenses, estará retocando su vigésimo primer programa de estabilización desde 1958. Desde la creación, en 1935, el Banco Central de la Argentina ha tenido 63 presidentes, pero solo el primero cumplió la totalidad de su mandato. Desde la independencia, el país ha tenido cinco monedas distintas y en las redenominaciones se ha dejado 13 ceros de poder de compra, lo que explica por qué los argentinos evitan ahorrar en su moneda nacional y viven pendientes del dólar.

El coste social y económico de esta turbulenta historia ha sido dramático. La Argentina que a principios del siglo XX tenía una renta per cápita equivalente al 70% de la disfrutada por los países desarrollados, hoy apenas llega al 35%. El país que probó que también en la periferia era posible una sociedad de clases medias hoy exhibe una tasa de pobreza que hace que 15 millones de argentinos sufran “inseguridad” alimentaria. El país de Sarmiento y de la educación pública gratuita se sitúa en las pruebas de PISA de 2018 por debajo del promedio de la región.

Las políticas nunca tuvieron los consensos necesarios para para ser creíbles, a veces por rígidas, a veces por laxas

Para buena parte del mundo, Argentina es un país que, dotado de abundantes recursos humanos y naturales, lleva varias décadas fracasando y buscando culpables. Explicar por qué ha sido la profesión de muchos. Unos ponen el énfasis en la mala suerte, en el neoliberalismo o en el peronismo. Otros, en las malas políticas: en el intento de industrializar el país cerrándolo al exterior, pese a su moderado mercado interno, su bajo ahorro y su escasa tecnología; otros, en el abuso de las políticas fiscales, monetarias y cambiarias; aun otros en un intervencionismo arbitrario que lleva a la ineficiencia, el clientelismo y la corrupción.

Lo que revelan esas explicaciones es que Argentina no se ha dotado de las instituciones necesarias para gestionar de forma creíble y sostenible las expectativas de su sociedad y de su Estado. Su incapacidad para contener la desmesura ha generado dramáticas crisis que han consolidado la amargura del fracaso y erosionado la convivencia.

Todas las crisis argentinas tienen su origen en los tiempos de bonanza. En episodios de mejora de la relación real de intercambio —como en 2003-2015, cuando el gasto público pasó del 23% al 43% del PIB— o, como recientemente, en la aparición de condiciones extraordinariamente favorables de acceso a los mercados internacionales de capitales que sobreendeudan la economía. Todas son crisis de economía política: los números acaban por no dar porque las políticas nunca tuvieron los consensos necesarios para ser creíbles a medio plazo. A veces por ser demasiado laxas. En otras ocasiones, como fue el caso de la convertibilidad, por ser excesivamente rígidas.

El impacto del plan, según las primeras estimaciones, se podría situar entre el 2% y el 3% del PIB

Ahora, de nuevo toca enfrentar una difícil situación. En 2019 la economía cayó más de un 3%; la inflación se situó en torno al 50%; el desempleo, por encima del 10%, y, pese a los esfuerzos de ajuste de los últimos años, se sigue registrando un déficit publico primario y un nivel de deuda publica bruta superior al 80% del PIB. Ante este escenario, anunciar que la prioridad es la recuperación de la sostenibilidad financiera parece un prerrequisito del crecimiento.

La forma de intentarlo ha sido la Ley de Solidaridad Social y Reactivación Productiva, una combinación de poderes de emergencia y de severas medidas económicas: un contundente paquete tributario con incrementos de las retenciones a la exportación, los impuestos sobre el patrimonio y la compra de dólares, y la congelación temporal de pensiones y tarifas públicas, junto al reforzamiento de los programas sociales, el restablecimiento del control de cambios y de medidas comerciales heterodoxas.

Las primeras estimaciones apuntan a que su impacto agregado se podría situar entre el 2% y el 3% del PIB, lo que acercaría el logro del superávit fiscal primario. Las medidas no son distributivamente neutras. Los impuestos —sobre la renta y el patrimonio, pero también sobre el ahorro en dólares— recaen sobre la parte alta de la pirámide de ingresos, mientras que los más vulnerables tienen acceso a programas sociales compensatorios. Si realmente se cumple la promesa de una menor monetización del déficit público, quizás, efectivamente, fuese posible estabilizar la economía y moderar la inflación. Y a partir de ese momento, poder pensar en cómo crecer y mejorar tanto la equidad como la asignación de recursos.

El mayor logro del programa es haber mandado a los acreedores el mensaje de que, esta vez, Argentina no quiere dejar de pagar su deuda. La mejora del espacio fiscal y de la posición externa se esgrime como prueba de que, a cambio de tiempo y condiciones razonables, el país está dispuesto a hacer lo necesario para, sosteniblemente, cumplir sus compromisos. No solo es una cuestión de reputación, sino de visión a medio plazo. Con una tasa de ahorro del 18% del PIB, no es verosímil que Argentina pueda crecer sin contar con la inversión y el ahorro externos, algo que exige estar integrado en el mundo.

Los tempos son muy estrechos y, puesto que nada todavía está hecho, casi todo es posible. Incluidos los errores y las utopías. La gran ventaja que tienen los países que cuentan con buenas instituciones es que estas reducen la incertidumbre y, con suerte, los riesgos. Argentina no tiene esa red de seguridad, pero puede aprovechar esta crisis para comenzar a crear ese entramado democrático y reputacional. Probablemente, que el nuevo ciclo político no acabe en otro monumental desencanto depende, precisamente, de que lo consiga.

José Juan Ruiz es economista

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