Daños geopolíticos
La Casa Blanca ha entrado en el escenario más peligroso que pudiera imaginarse al terminar el tercer año de su presidencia
No hay dudas. A la vista de la solemne y grave intervención ayer de Donald Trump, anunciando más sanciones a Irán y conminando a los aliados europeos, a la OTAN, a Rusia y China, a rendirse a su estrategia de la amenaza, la escalada sigue aunque a menor velocidad de lo que se podía temer en un primer momento. El ataque iraní puede parecer limitado si se compara con el asesinato del número dos del régimen, Qasem Soleimani, pero tiene dimensiones suficientes, aun sin haberse producido bajas estadounidenses, tal como ha asegurado Trump, como para dudar que todo quede en esta jugada, en la que Teherán ha perdido algo más que un alfil.
Las autoridades iraníes, en todo caso, han calculado al milímetro el envite. De cara adentro basta para venderlo como una respuesta suficiente, una venganza y un homenaje al mártir, esa “bofetada en el rostro” de Estados Unidos que proclamó el ayatolá Ali Jamenei. De cara afuera, pretende obtener la retirada de los soldados estadounidenses de Irak y a ser posible de la entera región, algo que hasta ahora estaba entre las ideas con las que Trump simpatizaba, siempre que se vendiera como una victoria. Este sería el auténtico rendimiento político de la pérdida de una pieza tan valiosa como el general Soleimani.
El misterio todavía se mantiene sobre la auténtica naturaleza de la decisión de Trump y de su entorno belicista. Subyace su estrategia de destrucción de todo lo que Obama forjó en su presidencia, especialmente el acuerdo nuclear con Irán, evocado ayer en su amenazadora intervención en la Casa Blanca como una locura que ha facilitado la financiación de los misiles que matan a ciudadanos estadounidenses.
Pero es difícil saber cuál es exactamente el propósito que se perseguía, si meramente restaurar la capacidad disuasiva perdida en la gesticulación y la inacción presidenciales, o la improbable liquidación del régimen iraní a costa incluso de una guerra abierta. Si era el primer objetivo, a Trump se le ha ido la mano y, en vez de restaurar la disuasión, una forma de garantizar la estabilidad y la paz a través del terror, se ha adentrado en la niebla de la escalada bélica. El segundo objetivo, el cambio de régimen, todavía es más difícil y de horizonte más tenebroso, hasta el punto de que evoca escenarios de guerra internacional.
De momento, el ataque ha reforzado al régimen. Difícil distinguir ahora entre halcones y palomas. Los movimientos de oposición que estaban extendiéndose en toda la región de influencia iraní, en Líbano y en Irak, además del propio Irán, han contemplado un cierre de filas, con la expulsión de los soldados de Estados Unidos por bandera.
Los daños geopolíticos de una acción dudosamente concebida están fuera de cualquier cálculo. El asesinato ha animado la aceleración del programa nuclear iraní y con él la proliferación al menos entre los países vecinos, especialmente Arabia Saudí. Se abarata la salida proyectada de las tropas estadounidenses de Afganistán en mitad de una negociación en curso. Ha insuflado oxígeno al exhausto y derrotado proyecto del Estado Islámico, que verá cómo se desvían contra Irán las energías convocadas para liquidarlo. Rusia y China también reciben el regalo de nuevas bazas para hacerse con la hegemonía en la región.
Donald Trump ha entrado en el escenario más peligroso que pudiera imaginarse al arrancar el año electoral y con el impeachment en marcha. Ante una escalada bélica en una región explosiva como Oriente Próximo es el momento de recordar la maleta que le acompaña en todos sus desplazamientos, como última y única autoridad para detonar un artefacto atómico ante lo que a su criterio constituya una agresión de su enemigo. Promete que Irán no tendrá arma nuclear, pero él, presidente imprevisible y errático donde los haya, sí la tiene.
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