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Tribuna
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Blindar la esperanza

Hay que tender puentes en todos los ámbitos. Lo que está en juego es la convivencia democrática

Pablo Iglesias abraza aPedro Sánchez, tras ser elegido presidente del Gobierno.
Pablo Iglesias abraza aPedro Sánchez, tras ser elegido presidente del Gobierno.Eduardo Parra (Europa Press)

Se ha hecho realidad la investidura de Pedro Sánchez. Podrá conformarse, pues, un Gobierno de progreso en que cifraban sus esperanzas amplios sectores de la sociedad, en Cataluña y en toda España. Esperanzas de desbloqueo para abordar desafíos insoslayables: combatir desigualdades sociales y de género, revertir el deterioro del Estado del bienestar, emprender la transición ecológica, lograr una incorporación humanista del modelo productivo a la era digital… Y —¡cómo no!— expectativas de iniciar, tras años de estéril confrontación, un tiempo de diálogo en el conflicto catalán. Sin embargo, el contexto augura las mayores dificultades. Quienes apostamos por este Gobierno sabemos que el éxito de sus propósitos requerirá de muchas y activas complicidades: en el mundo del trabajo, en los ámbitos académicos y culturales... En todos aquellos espacios de encuentro donde nunca hemos dejado de propugnar el retorno de la política.

La virulencia mostrada en el Congreso por la derecha y la extrema derecha ha alcanzado niveles inéditos: insultos y descalificaciones, llamadas al transfuguismo, acusaciones de “traición” y sobre todo el no reconocimiento de la legitimidad de una mayoría tejida mediante acuerdos políticos entre fuerzas parlamentarias. Lenguaje de guerra civil, amenazas de llevar la contestación a las calles y de transformar los tribunales en campo de batalla contra el nuevo Ejecutivo. La sospechosa retirada de la condición de diputado al president Torra por parte de una exigua mayoría de la JEC en vísperas de la sesión de investidura, muestra el potencial de dicha amenaza, no sólo para la estabilidad de un Gobierno que llega al poder mediante una delicada aritmética, sino para la independencia y la credibilidad de las instituciones y, por ende, de la propia democracia.

He aquí el primer Gobierno de coalición desde la Segunda República, agrupando a la socialdemocracia y a fuerzas que se sitúan a su izquierda: fin de un tabú y cambio cultural sustantivo. A nadie se le oculta que las reformas anunciadas chocarán con resistencias corporativas y limitaciones en el gasto impuestas por el rigor fiscal de la UE. Sin olvidar un posible desfase entre los ingresos tributarios previstos y una economía afectada por numerosas incertidumbres internacionales y por la intensidad del impacto del periodo de austeridad sobre los servicios públicos y las condiciones de vida de la gente. En este terreno, el éxito gubernamental dependerá tanto o más que de sus propios aciertos de la concertación entre agentes sociales y especialmente de los sindicatos. Su papel será fundamental. Para alentar los cambios necesarios y para brindar, junto con movimientos y entidades, cauces adecuados a las demandas sociales. La explotación de la desazón de las clases medias y populares por quienes izan banderas de odio y repliegue tribal, se extiende de modo inquietante por los países de nuestro entorno.

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Por todo ello, la gestión del asunto territorial será la gran prueba de fuego. El acuerdo con ERC, necesariamente genérico, esboza un camino transitable para el conflicto catalán. Se trata de empezar por reconocer su naturaleza eminentemente política, buscar soluciones en ese ámbito y dejar atrás el tiempo de las togas. Al mismo tiempo, las propuestas surgidas de la negociación deberán encontrar un encaje en el ordenamiento jurídico para hacerlas viables. Es justo reconocer el esfuerzo de quienes, aún desde la cárcel, como Oriol Junqueras, han apostado por ese camino. Lo que nos recuerda otra vez cuán difícilmente avanzaremos sin una salida adecuada a la situación penal de unos interlocutores necesarios, cuyo prolongado encarcelamiento no hace sino agravar las cosas.

Pero los enemigos del diálogo están ya en marcha. En Madrid, el griterío es ensordecedor y pretende desacreditar cualquier paso en esa dirección. En Barcelona, los partidarios de “cuanto peor, mejor” temen también que un proceso de distensión merme la influencia que les procura la polarización. Y es que el conflicto no sólo tiene que ver con un pleno reconocimiento nacional o con el reparto territorial del poder en España. Estos años han abierto una profunda herida en la sociedad catalana y una áspera disputa por su liderazgo. Alimentándose mutuamente, los radicalismos nacionalistas de uno y otro signo se esfuerzan por ahondar esa división, blandiendo las tétricas imágenes de una España monolítica y de una Cataluña irredenta. Más que una ensoñación, ambas son una pesadilla.

El reto consiste en hacer progresar el diálogo en medio de ese fuego cruzado. No será posible si los esfuerzos se limitan al ámbito institucional, a las mesas previstas, a las iniciativas parlamentarias o a los dispositivos autonómicos. La sociedad —en Madrid, en Barcelona y en toda España— debe multiplicar foros, debates, encuentros; contrarrestar la crispación con ideas y propuestas; propiciar por todos los medios un clima constructivo. Hay que tender puentes en todos los ámbitos, empujar desde abajo, blindar los acuerdos que se vayan alcanzando. Todo se antoja extremadamente frágil en este camino, plagado de amenazas. Está en juego la convivencia democrática. La llegada del nuevo Gobierno abre una puerta a la esperanza. Pero urge afianzarla. Tal es nuestro compromiso.

Josep M. Vallès, Lluís Rabell y Victoria Camps forman parte del Grup PRÒLEG. Además, firman esta tribuna: Raimon Obiols, Marina Subirats, Jordi Amat, Joan Coscubiela y Joan Subirats.

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