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Columna
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París bien vale una misa

El agónico cisma que hoy divide España recuerda más a una guerra de religión que a un conflicto político

Enrique Gil Calvo
El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, en la segunda sesión del debate de investidura en el Congreso, el pasado 5 de enero.
El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, en la segunda sesión del debate de investidura en el Congreso, el pasado 5 de enero. Jesús Hellín (Europa Press)

Pedro Sánchez será hoy investido presidente por un doble pacto con Unidas Podemos y ERC, en contra de lo que prometía su campaña del 10-N. La causa de hacerlo así es que no ha tenido más remedio porque los electores le obligan a ello. Lo que entendido como oportunismo se traduce en la célebre frase atribuida al protestante Enrique de Borbón cuando se convirtió al catolicismo para poder coronarse Rey de Francia: “París bien vale una misa”. Es quizá la mejor metáfora para entender el signo de los acontecimientos que estamos viviendo como epifanía de la nueva década. Pues Pedro Sánchez está llamado a hacer algo análogo a lo que logró Henri IV: pacificar por fin las cruentas guerras de religión que asolaron Francia de 1562 a 1598, cuyo peor espanto fue la matanza de hugonotes en la Noche de San Bartolomé.

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En efecto, el agónico cisma que hoy divide España recuerda más a una guerra de religión que a un conflicto político. De ahí el clima de fanática intolerancia e intransigente persecución con que estos días de debate se ha condenado a Sánchez como traidor, infiel, apóstata, felón, villano y demás anatemas saturados de pasión religiosa. Sagradas palabras de canónica excomunión dirigidas contra el hereje sacrílego, acusado ante tribunales inquisitoriales con escolásticos alegatos de infames tratos con el maligno. Pues el nacionalismo, sea catalán o español, es una religión política que transfiere la sacralidad de la comunidad de los creyentes a la de los compatriotas. Y al esgrimir con tanta violencia sagrada la fuerza de la ley, la derecha olvida que el Estado de derecho solo es uno de los dos pilares que sostienen la democracia, siendo el otro la soberanía popular. Por eso conviene recordarles la célebre jaculatoria de Unamuno: venceréis pero no convenceréis. Al secesionismo solo se le puede ganar en las urnas, no en los tribunales, pues la Inquisición decayó junto con el Antiguo Régimen.

Se discute si Henri IV se convirtió en falso, permaneciendo hugonote en secreto, o si en el fondo era indiferente (relativista diríamos hoy), y tampoco sabemos si Sánchez hablará catalán en la intimidad. Pero en realidad no importa, pues lo único que cuenta es el resultado histórico de su apostasía. En el caso del primer Borbón, su gran obra fue el pacificador Edicto de Nantes (1598), que estableció la mutua tolerancia religiosa con libertad de conciencia y culto. Y en el caso de Sánchez, su Edicto de Sánchez debería ser la Mesa de Diálogo pactada con el soberanismo catalán, de la que se espera con escasas ilusiones que logre el recíproco reconocimiento de las dos comunidades enfrentadas, la católica española y la hugonote catalana. Lo que implica no solo el reconocimiento de la identidad y los derechos inherentes a los indepes sino también los que asisten a los catalanes que se sienten españoles en justa reciprocidad. Pues si a la derecha hay que recordarle que la democracia se basa en la soberanía popular, al secesionismo hay que exigirle el cumplimiento del otro pilar de la democracia: el respeto a los derechos de las minorías de acuerdo al principio de igualdad ante la ley. Lo que incluye la renuncia a la unilateralidad.

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