Magnicidio indescifrable
Un gobernante no ordena el asesinato de un destacado gobernante de otro país si no es en caso de guerra y como acto de guerra


Qasem Soleimani era el general de mayor prestigio y el hombre fuerte del régimen iraní, una dictadura islámica con aspiraciones hegemónicas en Oriente Próximo que chocan con los intereses y la seguridad de Israel y de Arabia Saudí, aliados de Estados Unidos, y poseedora de un programa nuclear con un peligroso potencial como estímulo a la proliferación de este tipo de armas en todo el mundo. No era el jefe de una nutrida y peligrosa banda en activo pero en fuga, como Abu Bakr al-Bagdadi, muerto durante un bombardeo estadounidense en Siria el pasado octubre y anunciado con enorme satisfacción por Donald Trump. O jubilado, como Osama Bin Laden, asesinado en Pakistán por orden de Barack Obama. Ni tampoco un jefe de Estado depuesto, como Sadam Husein, ejecutado tras un juicio improvisado por el incipiente Estado iraquí reconstruido bajo patrocinio de George W. Bush.
Todas las piezas de caza mayor cobradas por los tres presidentes estadounidenses de las dos últimas décadas eran comandantes enemigos huidos o en la clandestinidad, con escaso valor operacional y, eso sí, enorme significado simbólico y por tanto electoral. Su liquidación en poco o en nada modificaba la correlación de fuerzas o el mapa político de Oriente Próximo. No es el caso del asesinato de Soleimani, una decisión presidencial con un enorme potencial transformador, comparable solo a los magnicidios que han cambiado la historia, como corresponde a la desaparición de quien ha sido reconocido como brazo derecho del ayatolá Alí Jamenei.
Un gobernante no ordena el asesinato de un destacado gobernante de otro país si no es en caso de guerra y como acto de guerra. Donald Trump ha asegurado por el contrario que es una decisión que pretende evitar la guerra. Sabe que necesita la autorización del Congreso para declararla abiertamente a Irán, pero que podría colar como una acción preventiva para evitarla. Es en todo caso una decisión tan indescifrable como la errática y caótica presidencia de Donald Trump, de la que apenas cabe destilar una voluntad de restaurar la capacidad disuasiva perdida en la inacción y en las bravatas. El resultado es que el presidente que quería deshacerse de los compromisos exteriores, evitar las guerras interminables y retirar sus tropas de Oriente Próximo, se halla ahora al borde de una guerra de dimensiones y duración desconocidas con un país como Irán, de probada resiliencia bélica y política desde la revolución islámica de 1979.
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