La coalición de los trileros
Nadie que haya estado atento puede creer lo que diga Pedro Sánchez, y esa es la principal garantía que ofrece
Nadie que haya estado atento puede creer lo que diga Pedro Sánchez, y esa es la principal garantía que ofrece. La mejor forma de adivinar lo que va a suceder es atender a las negaciones de sus apparatchiks: el desmentido es la confirmación anticipada. Cuando algo se niega, se coloca en el horizonte de lo posible, y empieza el proceso de tergiversación que permitirá decir que lo que se hará no es eso exactamente: nunca faltan ingenieros del alma para contribuir al corrimiento de tierra. Sánchez ha hablado de un pacto para un “Gobierno de progreso”. Se trata de una alianza con socios que tienen una relación problemática con la Constitución. Progreso no significa mucho desde un punto de vista programático o ideológico: es una fórmula autosatisfecha que indica que no se piensa llegar a ningún acuerdo con la derecha española. Toda fuerza centrífuga es una fuerza de progreso (salvo si no apoya el pacto). El centro derecha y la derecha solo son formas más o menos atenuadas de Vox, que es the real thing. La crítica será una muestra de espíritu apocalíptico, histeria o maldad.
Las concesiones se relativizarán. Se argumenta: ¿Qué más da cambiar una palabra, si así se quedan más tranquilos? Algo habrá que votar en algún momento en Cataluña: los independentistas dirán que es un referéndum de autodeterminación, pero será la confirmación de un nuevo pacto. Uno de los peligros de esa táctica —“un alarde de dobles sentidos”, como dice Lola García— es la arrogancia. Es un juego de trileros que saben que lo son, pero nada garantiza que vayas a ganar tú. Ni garantiza que luego seas capaz de salir de la situación que has creado.
Parte del mal ya está hecho. Hemos visto cómo se aceptaban los marcos del secesionismo, cómo se mitiga la gravedad de los hechos del otoño de 2017, cómo el Estado de derecho parece convertirse en materia de negociación. Se acepta una mesa de diálogo que supera las instituciones y se ignora a quienes tienen una opinión distinta; se defiende la apuesta como audaz momento reconstituyente. No controlas ni el Gobierno, y vendes una reforma constitucional por la puerta de atrás. Lo concedes todo, y a la vez sabes que es imposible; tu interlocutor también disimula y piensa en una partida distinta. Posiblemente es todo mentira. Pero indicas que la arquitectura institucional y las reglas democráticas están en el tablero, y que estás dispuesto a jugar con ellas a cambio de muy poco. Eso alimenta el cinismo de unos y la indignación de otros, y ninguna de las dos cosas es buena.
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