Jueces buenos, jueces malos
Ya no hay fuentes de autoridad, el ciclón populista se expande sin control
La sentencia del Tribunal de Justicia de la UE no ha sido recibida como lo que es, la respuesta a una cuestión prejudicial instada por el propio Supremo español y que afecta al derecho de representación política de Oriol Junqueras, sino como algo parecido a una exención de responsabilidad jurídica del afectado. Al final, más que como un pronunciamiento sobre un aspecto puntual del proceso judicial, se ha interpretado como una evaluación de la legalidad del procés. En otras palabras, su dimensión estrictamente jurídica desaparece detrás de consideraciones ideológicas. Las muestras de euforia del bando independentista contrastan con la depresión que se ha extendido en el otro extremo, como si la función de los tecnócratas judiciales europeos fuera la de enjuiciar el conflicto catalán. Pobres, bastante tienen estos con resolver los contenciosos estrictamente jurídicos de sus países miembros como para, además, sentenciar los de carácter político.
Con todo, creo que es precisamente aquí donde se encuentra el problema, en la creciente dificultad del derecho para solventar litigios políticos. Con el agravante de que ahora la naturaleza de casi cualquier cuestión de índole social general se ha politizado. Es decir, se ha contagiado de la dialéctica amigo/enemigo. Lo hemos visto en todas las sentencias en las que hay algún componente de género, como las de las “manadas”, pero está también muy presente en aquellas que deciden sobre la distribución de bienes económicos o regulan algún aspecto específico de la vida laboral, por no hablar de las de los casos de corrupción. Lo que subyace a este estado de cosas va, pues, mucho más allá de eso que recibe el nombre de “judicialización de la política”. Y su efecto es obvio, la deslegitimación del árbitro cuando su decisión no coincide con lo que interesa a algunas de las partes. Las sentencias se “acatan”, hasta ahí podríamos llegar, pero se hace de boquilla. El agitprop partidista ya se encarga de enmerdar a quien la dicta. O de endiosarlo.
Obsérvese lo que esto significa: la anulación de la auctoritas de quienes tienen encomendada la aplicación del derecho. Su contenido se convierte en “opinable”. Y en esto sigue las máximas de la posverdad: justa es la sentencia que coincide con nuestros prejuicios o se ajusta a nuestras emociones. Punto. Las dificultades que acompañan al cada vez más complejo mundo jurídico desaparecen detrás del faccionalismo más cerril. Los jueces no son infalibles ni están exentos de la crítica, desde luego, pero esta hay que hacerla siguiendo su propia lógica interna del ordenamiento jurídico, no en nombre de lo que nos dicta el interés más inmediato. Parece que eso no importa, lo que se busca es instrumentalizarlas en la lucha política, traducirlas al lenguaje que sirve para cohesionar a los nuestros —“España mala, Europa buena”, o a la inversa—. Lo importante es ponerse del lado de quienes comparten nuestras convicciones más elementales. Primero nos cargamos la dimensión argumentativo-deliberativa de la conversación pública; ahora les toca a los expertos. Ya no hay fuentes de autoridad, el ciclón populista se expande sin control.
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