Sopa de tortuga
Los fósiles humanos de Indonesia evocan los orígenes de la teoría de la evolución
Darwin, el capitán FitzRoy y el resto de la tripulación del H. M. S. Beagle pusieron pie en las Islas Galápagos el 16 de septiembre de 1835 y, como los expedicionarios ya iban precedidos de su fama, fueron recibidos por las autoridades con cierta pompa y circunstancia. A través de esos próceres, Darwin se enteró enseguida de que las tortugas gigantes que dan nombre al archipiélago diferían de formas sutiles entre unas islas y otras, una pieza de conocimiento que ahora sabemos esencial, pero que en la época no era más que una observación trivial entre las gentes de la zona. En aquel momento, el padre de la biología moderna no supo interpretar aquellos hechos, y se centró más bien en las variaciones del pico de los pinzones entre una isla y otra.
Su esquema mental no alcanzó el punto de ebullición hasta que el Beagle emprendió su travesía de vuelta hacia puertos británicos. “Cuando me fijo en esas islas”, escribió en su diario de viaje, “moradas por esos pájaros que sólo difieren un poco en estructura, debo sospechar que son variedades. Tales hechos socavan la estabilidad de las especies”. Darwin debió de reparar entonces en la importancia de la variedad de las tortugas que le habían contado los dirigentes isleños. No había recolectado tortugas durante sus expediciones, pero sabía que los marineros hacían acopio de ellas para el cocinero del barco. La sopa de tortuga era un alimento muy apreciado un siglo antes de que Warhol la inmortalizara en sus lienzos. Me gusta imaginar que Darwin corrió a la cocina del barco y le preguntó al cocinero si conservaba algunos caparazones. Si ocurrió así, la respuesta del cocinero fue negativa. Los había tirado todos por la borda. Así que Darwin tuvo que conformarse con los pinzones que, esta vez sí, se llevaba disecados.
Por tortugas o por pinzones, en cualquier caso, resulta evidente que las Galápagos eran, y siguen siendo, un laboratorio de la evolución biológica. Están lo bastante cerca unas de otras como para que los pájaros vuelen ocasionalmente de una isla a otra, o las tortugas naden de una a otra. Pero cada isla está lo bastante aislada de las demás para funcionar como un experimento evolutivo independiente, ajustado a las variaciones en la dieta local, e incluso a los caprichos de la deriva genética que aflora en poblaciones pequeñas y relativamente aisladas.
Lee en Materia cómo lo que las Galápagos son a las tortugas, es Indonesia a la evolución humana. Uno de nuestros ancestros, el Homo erectus, que surgió en África hace dos millones de años y fue el primer homínido en salir del continente madre, seguía vivo en Indonesia hace unos 100.000 años. Eso hace posible que llegara a hibridarse con nuestra especie, el Homo sapiens, y revela que coexistieron en aquella época seis especies humanas, que sepamos de momento. El erectus, el Homo floresiensis y el Homo luzonensis coexistieron en una u otra isla de Indonesia, y los dos últimos seguramente evolucionaron allí a partir del primero. Es el poder de las islas, medio conectadas y medio aisladas, tendiendo puentes de tierra cuando el mar baja y retirándolos cuando sube. Si el capitán FitzRoy hubiera dirigido el Beagle a Indonesia en lugar de a las Galápagos, Darwin habría podido apoyar su teoría en la evolución humana. A menos que el cocinero del Beagle hubiera echado los cráneos a la sopa.
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