Pillaje
El dinero que usted y yo pusimos para la construcción de los inmuebles protegidos de la voracidad financiera ha ido a parar a las manos de la clase alta y forajida


Pagar impuestos significa ceder parte de lo obtenido en la fábrica, en la oficina, o donde quiera que usted y yo nos ganemos la vida, al Estado, que mantendrá con ese dinero la sanidad pública y la educación, por poner dos ejemplos, además de construir viviendas de protección oficial que se ofrecerán en alquileres asequibles a ciudadanos cuyos salarios no alcanzan para competir en el mercado libre de este bien de primera necesidad. Hasta aquí lo entiende un niño de seis años.
Luego llega un presidente de comunidad chorizo o una alcaldesa malhechora y deciden regalar o vender a bajo precio (que viene a ser lo mismo) esas viviendas a un conjunto de especuladores amigos que duplicarán el precio de los alquileres, poniendo en la calle, con el auxilio de las leyes y de la policía, a quien no pueda afrontar esa subida. Se ha llevado a cabo, pues, una transferencia de renta. En otras palabras, el dinero que usted y yo pusimos para la construcción de los inmuebles protegidos de la voracidad financiera ha ido a parar, tras un trasbordo, a las manos de la clase alta y forajida, íntima de los políticos a los que hemos cometido la ingenuidad de votar. Los euros que hace poco estaban en nuestros bolsillos se encuentran ahora en los de los tipos que no dan un palo al agua porque viven de darnos palos a los demás.
Pongamos que los afectados se asocian para denunciar el atropello. Pasan los años, se producen desahucios, defunciones naturales y suicidios. Finalmente, quizá al cabo de un lustro, un magistrado falla en contra de la operación. ¿Cómo se repara el daño originado? ¿Por qué no se detuvo a los ladrones en el momento del robo, como a los simples atracadores de farmacias? Pues porque no. Y créanselo: así es todo.
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