El derecho a compasión (Quibdó, Chocó)
¿Estamos de acuerdo en que la barbarie ha sido una cultura? ¿Pensamos que tenemos que sacar a la luz lo que los colombianos hemos sido capaces de hacernos a los colombianos?
¿Estamos de acuerdo en que nadie se gana un tiro en la cabeza? Si la respuesta es sí, sigamos. ¿Estamos completamente convencidos de lo que se lee en el artículo 11 de la Constitución Política de Colombia de 1991? Si la respuesta es sí, si pensamos que “el derecho a la vida es inviolable” y juramos que “no habrá pena de muerte”, avancemos. ¿Cree usted que hemos estado reciclando este conflicto armado desde la masacre de las bananeras de 1928 hasta la de Gachetá de 1939, desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948 hasta el fusilamiento en la Plaza de la Santa María en 1956, desde el bombardeo a Marquetalia en 1964 hasta la toma del Palacio de Justicia en 1985, desde la matanza de Mejor Esquina en 1988 hasta la de Bojayá en 2002, desde la masacre de San José de Apartadó en 2005 hasta los asesinatos de cientos de líderes sociales y de excombatientes de las FARC? Si la respuesta es sí, aún no se ha acabado esta columna.
¿Piensa que los pactos de paz que se han firmado en las últimas siete décadas, con los partidos, con las guerrillas, con las bandas paramilitares, han sido peores que las guerras? ¿Piensa que allá cada cual: que no hay que darles el pescado, ni enseñarles a pescar, ni reconocerles la pesca? ¿Piensa que acá la gente se queja demasiado, que “enemigo” quiere decir “quien no se suma a mí”, que “violencia” aparece en el diccionario como “uso de la fuerza que hace el rival para conseguir sus fines”, que no hay crímenes de Estado, que la sevicia de la policía es menos grave que la sevicia del hampa, que es una vagabundería de progresistas hipócritas e infectos un Sistema de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición –con tribunal especial, comisión de la verdad y unidad de búsqueda de desaparecidos– en un país en el que todos hemos aprendido a sobreponernos de puertas para adentro? Entonces es mejor que pare acá.
Porque este párrafo es un elogio sin ambages de los cinco “Diálogos para la no repetición” que la Comisión de la Verdad ha puesto en marcha desde junio, en Bogotá, en Arauca, en Montería, en Barrancabermeja y en Quibdó, para que les sostengamos la mirada a las víctimas mientras por fin pueden narrar y digerir el horror que se les vino encima a causa de la malaventura colombiana: “Desde el centro del país muchas veces no entendemos qué pasa”, “hay una política diseñada para acabar con los pueblos étnicos en el Chocó”, “a nuestros hijos los están llevando a pelear un conflicto que no es nuestro”, “las causas estructurales que han generado el conflicto no se han tocado”, “tenemos que conocernos para reconocernos”, “¡no queremos más guerra!”, dijeron los líderes convocados en Quibdó, en Chocó, el jueves pasado.
Y, ante semejante cadena de plegarias, las protestas de estos últimos días en tantas ciudades del país –que también han sido un grito de paz y en síntesis han estado reclamando un país en donde no se viva con el agua y con la sangre al cuello– resultan ser lo mínimo.
¿Estamos de acuerdo en que la barbarie ha sido una cultura? ¿Sospechamos que nuestro coraje, que nos ha enseñado a encogernos de hombros ante el duelo y a seguir y seguir como si así fuera la vida, se ha ganado el derecho a bajar la guardia? ¿Pensamos que tenemos que sacar a la luz lo que los colombianos hemos sido capaces de hacernos a los colombianos? ¿Creemos en volcarnos a los diálogos hasta que la violencia de oficio se quede sin su lógica perversa? Si la respuesta es sí, cuatro veces sí sin pedir perdón por ejercer el derecho a la compasión, entonces este también es el día para reconocer que el lío de fondo ha sido desconocernos, que nos ha ido menos mal cuando hemos pactado y que ser expertos en guerras tiene que volvernos expertos en paz.
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