El Gordo mayor
La vida y la muerte, la fortuna y la desgracia. Alcohol, póquer y christmas. Un cuento de Navidad en una portería del centro de Madrid. La tristeza y la esperanza se dan la mano en este escenario de luces y sombras.
TODOS LOS 22 de diciembre, al número 10 de la plaza de Tirso de Molina llega una postal sin remitente. Chema, que está enganchado al sorteo de Navidad, reparte el correo con un ojo en la pantalla. Aún no son las diez de la mañana y ya ha salido el tercer premio. ¡Cuatro mil doscientos once! ¡Quinientos mil eurooooooooos! Lo ha cantado un chiquillo con pantalones de seminarista, camisa de crupier y voz de contralto. Un niño de San Ildefonso que se parece a todos los niños de San Ildefonso.
La cantidad flota en el aire como si la hubiesen pulverizado con un bote de ambientador. Esos números le perfuman la imaginación a Chema. Huelen a ropa limpia y facturas pagadas, también a whisky de malta y a piel lustrosa después de un baño caliente. Huele a todo lo que Chema no tiene ni tendrá jamás, por mucho que de día barra la portería de una finca en el centro de Madrid y de noche se deje el sueldo jugando al póquer en línea.
—Hijos de puta… —gruñe, lamentándose ya no de su suerte, sino de la que le ha tocado a alguien más.
Este año Loterías del Estado entrega el premio más alto de la historia y Chema no quiere compartirlo con nadie. Le da igual que sea madrugador, que caiga en una pedanía de Murcia o acabe en cero. Esta vez será suyo. Y aunque con la pedrea le basta para quitarse un par de marrones, Chema desea más. No sabe ni puede parar. Por eso pasa lo que pasa, rezonga su mujer cuando huele el aliento a J&B sin que él haya cruzado la puerta siquiera.
Jennifer tiene mal genio, pero es la única que lo aguanta, lo suficiente como para haber pagado dos tratamientos contra la adicción al juego, con recaídas incluidas. Chema la conoció un mes de febrero de 1997. Se casaron en noviembre, hace ya 20 años. Entonces ella había llegado a Madrid desde Santo Domingo dispuesta a montar un restaurante de comida latina. Mientras, mandaba dinero a su mamá y sus hermanas con su sueldo de gerente en un locutorio en Lavapiés.
A Jennifer se le ha borrado el acento dominicano, también la cintura. Tres hijas, una hipoteca y un historial de deudas le quitan el tipazo a cualquiera, piensa Chema cuando la ve trajinar baldes de agua y ramos de gladiolos. De eso viven ahora, del puesto de flores que Jennifer ha montado en la plaza de Tirso, y no porque el restaurante no funcionara, sino porque tuvieron que traspasarlo para pagar el primer gran embargo por deudas de juego de su marido.
Mientras las bolitas chocan dentro del bombo, como si de una tormenta de granos de arroz se tratara, Chema encuentra una tarjeta de Navidad en la cesta del correo. Está hecha de cartulina rígida y tiene unas flores de Pascua ribeteadas con purpurina. Todos los christmas se parecen, pero este le suena de algo.
Para Alfonso Cascajar y sus seres queridos.
Después de leer el tarjetón, lo empuja dentro del buzón del tercero derecha. La papeleta no entra. Un fajo de publicidad renegrida sobresale del casillero y le impide deslizarla. Chema prueba de nuevo, con más fuerza, hasta que se aburre y la deja a medias, como una banderilla mal colocada.
Es pronto para un orujo, pero le apetece. Le prometió a Jennifer que no lo haría.
Al fondo, acodado en la barra y con 12 décimos desplegados junto a un chupito de orujo, Chema mira la tele convencido de que, esta vez sí, el Gordo será suyo. ¡Ay, cuando Jennifer lo vea!
—Es Navidad y un día es un día —se concede.
Chema deja la escoba y la pala en la entrada del edificio para despistar y baja a toda velocidad a la casa de apuestas de la esquina. Lleva tanta prisa que ni siquiera repara en una mujer alta y con gafas oscuras que acaba de entrar en el portal. Es rubia. Viste botines, vaqueros de marca y una cazadora de piel de buena calidad. Chema no lo sabe aún, pero se llama Elena, vive en Londres, está de visita en Madrid y ha venido a poner en venta un piso de ochenta metros al que no vuelve desde hace 20 años.
Elena mira el buzón lleno de cartas y recoge el christmas que Chema acaba de dejar. Después de esperar una eternidad, las puertas del ascensor se abren. Elena sube hasta la planta tercera de una finca a la que nadie se ha molestado en quitar las paredes de gotelé. Una vez frente a la puerta del tercero derecha, introduce la llave, gira con esfuerzo y empuja.
La estampa es desoladora.
La misma sala. Los mismos muebles. El mismo teléfono inalámbrico. Todo sigue igual que la mañana del martes 22 de diciembre de 1997. Ese día, Elena se presentó muy pronto en la casa de su hermano mayor, Alfonso Cascajar. Al fin él la llevaría al estudio donde trabajaba como guionista de una serie de televisión. Entonces ella tenía 13 años y no se perdía ni una emisión de aquel serial meloso y redicho.
—¡Qué puntual, hermanita! ¡Vas reguapa!
Elena había elegido sus mejores vaqueros y se esmeró en peinar sus rulos con bastante laca.
—Tendrás que esperar un poco, ¿vale?
Su hermana resopló.
—Tengo que llevar a Lola al aeropuerto, y en cuanto acabe vengo a buscarte. ¡Pon la tele, que ya están dando la lotería de Navidad! ¡Te he dejado castañas en la cocina!
Elena no se había sentado aún en el sofá cuando escuchó el portazo. No le gustaban las novias de su hermano. Lola la que menos. Era antipática y olía a agua de rosas, ese aroma parecido a los posos de los floreros sin lavar. Resignada a su suerte, y celosa por el plantón, Elena se despachó la bolsa de castañas asadas mientras veía sin demasiada atención la lotería de Navidad. Entonces aún cantaban los números en pesetas. Esperó una hora, hasta que sonó el teléfono inalámbrico. Era su madre.
—Tu padre ha salido a buscarte. Tu hermano ha tenido un imprevisto. Ciérralo todo: la luz, el agua y las ventanas.
Elena obedeció.
—Alfonso, capullo, me has dejado plantada.
No sería el único, pero sí el primero. Y esta vez para siempre. Esa mañana odió a su hermano con todas sus fuerzas. A él y a Lola. Justo cuando iba a apagar el televisor, una pareja de niños cantó el Gordo: 6.500 millones de pesetaaaaaaas. Chillaban como poseídos con sus voces de pito. Tuvo que soportarlas una y otra vez aquel día: en el boletín de las doce, cuando llegó a casa con su padre; a la una, en la tele de la cocina, cuando su madre le pidió que la escuchara con atención; a las dos, cuando se encerró en la habitación de un portazo, y al día siguiente, en el tanatorio. Incluso hoy las escucha.
Alfonso no regresó. Se quedó a vivir para siempre en una curva de la M-30 en la que derrapó su Seat rojo, que conducía a toda prisa en dirección del barrio del Pilar. Lola nunca llegó a subir al coche y vivió para arrepentirse de ello. Maldita Lola. Maldita lotería. Malditos niños de San Ildefonso. Ya no lo repite como aquel día, pero lo piensa.
Elena no se atreve a abrir las persianas, tampoco a buscar humedades en las paredes de ese piso al que no volvió. Que lo hagan los de la inmobiliaria, pensó. A su madre no le habría gustado que el apartamento se vendiera así, con muebles y armarios repletos de la vida que su hermano mayor había dejado, intacta, aquella mañana.
Tres plantas más abajo, en la casa de apuestas El Trébol, una pareja de chinos oprime los botones de una tragaperras. No necesitan pedir cambio al camarero. La máquina les da crédito de forma automática. A unos pasos, plantada como una extravagancia en aquel local lleno de hombres desaliñados, una mujer mayor con un carrito vacío de la compra se funde un billete de 50 euros ante una máquina de bingo electrónico y dos chavales prueban una versión rudimentaria del Fortnite. Prefieren la del móvil, pero esta, al menos, no deja rastro.
Al fondo, acodado en la barra y con 12 décimos desplegados junto a un chupito de orujo, Chema mira la tele convencido de que, esta vez sí, el Gordo será suyo. ¡Ay, cuando Jennifer lo vea!
Después de probar con todas las llaves, Elena consigue abrir el cajetín herrumbroso del correo. Un papel amarillo escrito con la caligrafía de su hermano aún identifica el buzón del tercero derecha. Al abrirlo, cae a sus pies una cascada de menús a domicilio, calendarios apolillados y varias felicitaciones de Navidad pintadas con el mismo motivo: una flor de Pascua con ribetes de purpurina. Todas han sido enviadas en la misma fecha, año tras año, desde 1998. Llevan un único encabezado: Para Alfonso Cascajar y familia. Ninguna tiene remitente.
Elena escucha, a lo lejos, el soniquete de la lotería cuando dos mujeres entran en el portal.
—¿Viste el Gordo de este año? ¡Ha sido el más tardón!
—¡Y el más repartido!
—¡Pero qué sabrás tú!
—¡Y anda que tú!
Elena mira el reloj y llama al telefonillo de la portería. Nadie contesta. La escoba y la pala continúan en el mismo sitio, pero no hay rastro del portero. Mejor así. No quiere poner en venta el piso ni dejar razón alguna. Ir a firmarlo sería como un segundo funeral, piensa con el fajo de postales en la mano. Examina la caligrafía. Puede, por qué no, que esa letra pertenezca a Lola. No fue su culpa, piensa. Fue el azar, mal repartido. Fue eso que ya no será más.
Al salir del portal, un hombre con un mono azul de trabajo reparte puños en el aire. Lleva, apretados en las manos, décimos que caen al suelo.
—¡Es mío, hijos de puta, es míooooooo!
El sujeto suelta mocos y babas. Está borracho y tiene mal aspecto. Elena se abre paso entre botellas rotas y peguntes de pis, se detiene en el puesto de castañas de la esquina, compra una bolsa y cruza la plaza de Tirso de Molina sin mirar atrás.
¡Tres mil trescientos cuarenta y siete! ¡Cuatrocientos mil euroooooooooooos!
Las voces jamás se fueron. Elena nunca dejó de escucharlas.
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