Delinquir con acento
Javier Pradera y yo jugábamos a veces a buscar caras de culpable entre la jet. El acento no formaba parte del asunto. Solo la mirada
Para delinquir bien siempre hay que estar cerca del hogar de uno, que los modales sean los adecuados, para que los vecinos sepan que quien está robando, por ejemplo, lo hace “como en casa”. En España, al menos, las cosas parece que van por ahí. En El Pedroso, un pueblo pequeño de la provincia de Sevilla, lo ha visto muy bien Manuel Jabois.
Pero que nadie se refocile en exceso con el tonillo andaluz que tenían las golferías de los ERE. Para ello, es cierto que el toque tabernario, de raciones de coquinas empujadas por copas bien frías de manzanilla, ayuda mucho. Y no digamos el acento, o los mil acentos, andaluz aplicado al hecho de delinquir. Suele servir para hacer más llevadero, más gracioso, el hecho. Pero un delito es un delito.
Desde Cataluña, o desde Madrid, se acaba viendo el acento divertido con el que los andaluces suelen expresarse, como si fuera el toque liviano que atenúa el impacto social de la golfería.
Yo me imagino a los Pujol levantando muy serios una copa de Martini para celebrar un acuerdo en torno al 3%. O ese deje repugnante con el que la aristocracia madrileña deja claro que no tiene que respetar la ley, porque no va con ella su negocio. Desde cuándo una arquitecta casada con un Espinosa de los Monteros tiene que ceñirse a lo que dice o lo que no dice la ley sobre lofts. ¡Hombre, mujer! Y tampoco es difícil imaginarse a un excesivo president repartiendo prebendas al lado de la devastada Malvarrosa, haciendo gala del lenguaje soez que, al parecer, sella mejor que ninguna otra cosa los acuerdos inmobiliarios.
Hay que imaginarse todas esas maravillosas variantes del lenguaje hablado y el bailado con relojes de a seis mil, incluyendo por supuesto el acento gallego de los narcos de Arosa.
Y entonces, y solo entonces, podremos darnos cuenta de que todos estos delincuentes, empezando por los aristócratas de Madrid y por los calculadores nacionalistas de porcentajes, de que todos ellos viven sus acciones de delincuentes como si se tratara de actos de normalidad democrática. Debido a un trabajo de años, un birlibirloque que tiene su premio, los más delincuentes salen socialmente libres de lo que suele calificarse como un estigma en otros casos.
Javier Pradera y yo jugábamos a veces a buscar caras de culpable entre la jet.
El acento no formaba parte del asunto. Solo la mirada.
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