¿Quién inventó la tele?
Todo gran adelanto tiene su creador. Menos el televisor, sobre cuya autoría planean grandes dudas.
NOS HAN LLAMADO Homo videns. El Homo sapiens, el hombre que sabe, ya no sabe; somos, ahora, hombres y mujeres que miramos —entre otras cosas, para tratar de no saber. Es, se diría, lo que más hacemos.
La media de los 7.500 millones de habitantes del mundo mira casi 4 horas de televisión cada día. Eso quiere decir que hay bastantes que miran 7 u 8 horas, 10 —porque hay otros que no miran nada o casi nada, por pobres, orgullosos, distraídos. Eso quiere decir que cualquier persona, a sus 70, se habrá pasado unos 10 años —120 meses, 3.650 días— enteros mirando la tele. Las dos únicas cosas que habremos hecho más en nuestras vidas son dormir y trabajar; que ya no haya tanta televisión abierta, que ahora sean sobre todo canales de series o fútbol o youtubers, da lo mismo: la tele es una de las tres actividades —la única ¿voluntaria?— a las que dedicamos la mayoría de nuestro tiempo. Y, sin embargo, no sabemos de dónde viene, quién la inventó, cómo, cuándo, por qué. El Homo sapiens se ríe en un rincón.
Cuando era chico aprendí que Franklin había creado el pararrayos, Edison la bombilla, Bell el teléfono, los Lumière el cine, los Wright el avión, Marconi la radio, Fleming la penicilina y así; podía ser cierto o no, pero les daba historias a las cosas. Ahora vivimos rodeados de inventos que no parecen tener inventores, que no parecen tener un origen —y el primero, se diría, fue la televisión: como si la falta de historicidad contemporánea hubiera empezado con el objeto que nos sirve para crear un presente perpetuo. O quizá sea porque, con más y más información, cada vez se hace más difícil disimular que aquellas historias eran cuentos de hadas.
En general, esos grandes inventores no habían inventado nada solos: recordamos a los que consiguieron, de algún modo, aprovechar y sintetizar el trabajo de tantos, los que dieron el último paso del camino que muchos habían empezado a recorrer —pero nos gustan los héroes y nos quedábamos con uno. En este caso no fue posible: la televisión no tiene una historia registrada.
Para empezar, el candidato principal —en esta saga supuestamente americana— era un maldito ruso. Se llamaba Vladímir Kosmich Zworykin, había nacido en 1888 cerca de San Petersburgo y allí se fue a estudiar a sus 17, mientras el bebé de Potemkin rodaba por las escaleras. Y allí se encontró con Borís Lvóvich Rosing, un profesor que intentaba hacer funcionar su “telescopio eléctrico”, una forma de transmitir imágenes de una máquina a otra, y ya empezaba a conseguirlo. Pero después vino la revolución soviética: Zworykin se alistó con los anticomunistas, huyó a Estados Unidos a través de Siberia, consiguió trabajo en una eléctrica llamada Westinghouse, siguió investigando, mejoró el invento y llegó, en 1923, a presentar la patente de un aparato que no terminaba de funcionar.
Mientras, en muchos lugares, otros muchos lo intentaban. Variaban los sistemas y los nombres: la llamaron también iconoscopio, televista, telefoto, emitrón; había intentos, pequeñas emisiones punto a punto, fracasos repetidos; los datos son confusos, las historias se mezclan. Algunos libros insisten en que el primer programa de televisión fue en 1939, hace justo 80 años, en la Feria Mundial de Nueva York, con la presencia estelar de Franklin Delano Roosevelt, poliomielítico de armario —pero Alemania ya llevaba cuatro años usando el sistema de Zworykin para hacer emisiones regulares a cargo del Estado. El problema es que el Estado alemán, en esos días, estaba a cargo de un señor de bigotitos que nadie quiere asumir de precursor.
Así que preferimos olvidarlo: entonces, el invento más poderoso de estas décadas, el que nos reinventó las vidas, no tiene un inventor. Es, quizás, un signo de los tiempos.
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