Estilo remordimiento
He caído en uno de los restaurantes que pueblan las filas de una de las ramas culinarias más prolíficas del momento, esa en la que todos viven arrepentidos: propietario, cocinero y cliente

Llego al restaurante siguiendo los ritmos establecidos. Reservo mesa, aparezco a mi hora y me acomodan en el lugar que me adjudicaron, que como casi siempre que llegas solo suele ser el rincón de la derecha, cerca de la columna si la hay –debe estar escrito que un comensal solo desluce instalado en un lugar visible del comedor-, son amables, saludan, ofrecen un aperitivo y traen la carta. Hasta aquí todo ha sido normal. Es un comedor que nació tirando a pretencioso al que hace poco quitaron los manteles, intentando hacerlo casual y del momento, colgando de las paredes tres pizarras escritas con tizas de colores para reforzar la idea. No es el espacio más acogedor del mundo, más que nada por indefinición, no se sabe muy bien a qué tiempo pertenece y tira a frío, aunque bien mirado la suya es una frialdad de las que no molestan, solo chirría un poco. Los he visto peores y dentro de todo este tiene un pase. Su principal problema es que está medio vacío. Los salones llenos siempre tienen otro aire, como si la gente fuera su principal decorado, hasta parece que los meseros sonríen; nada tan gélido y triste como un comedor medio desierto.
La primera sensación de inquietud real asoma con la lectura de la carta. Es más larga que un día sin pan, tanto, que para cuando acabo de leer lo de las carnes ya no recuerdo qué ofrecía en el apartado de las entradas frías. Es complicado elegir, más aún porque la rutina y saturación de lugares comunes estimula la pérdida de memoria; olvidar para sobrevivir. No importa donde estés, cada país, cada capital, casi cada ciudad, tiene su lista de sinsentidos culinarios que pueblan las cartas de ese tipo de restaurantes empeñados en vivir a medio camino entre la nada y el infinito. Para cuando llega la comida, la desgana del servicio se ha apoderado del comedor y lo que viene en el plato no mejora las cosas. Desangelado, rutinario y triste. He caído en uno de los restaurantes que pueblan las filas de una de las ramas culinarias más prolíficas del momento, la cocina estilo remordimiento, esa en la que todos viven arrepentidos, sin excepción: propietario, cocinero y cliente.
Hay un momento decisivo en la historia de cualquier restaurante, fruto de la coincidencia total entre propiedad, cocinero y cliente, los tres actores que deciden el destino del negocio. No es frecuente en un medio acostumbrado a tener el disenso como marco natural. Cuando es para bien te lleva a las estrellas, pero cuando toma el camino contrario acaba alimentando el caos; se juntan el hambre y las ganas de comer. Está el propietario, que llegó al negocio empujado por la referencia del cocinero exitoso con locales en medio mundo, y vive una pelea diaria con las cuentas y la realidad. Nunca ve, ni seguramente verá, el rendimiento que esperaban de su inversión. Le suele acompañar un cocinero convencido de cumplir condena en restaurantes que nunca están la altura de su genialidad. ¿Y el cliente? caprichoso y voluble, convencido de que pagar por lo que come le permite valorar lo que le llega a la mesa, ¿lo pueden imaginar? He llegado al segundo plato y no hace falta seguir: todos estamos arrepentidos en este comedor. Debí leer la carta antes de entrar.
El estilo remordimiento se extiende como una mancha de aceite por el universo culinario, lo que incluye el ejercicio del periodismo o los premios gastronómicos. En Santiago acaban de entregar los premios Fuego. No importa quien ganó, son tan intrascendentes como los demás, pero hay detalles chocantes, como que un cocinero dulce reciba el trofeo al “Profesional de ramas afines a la cocina”. ¿Cuándo fue que el postre dejó de ser cocina? Sería un disparate más si el premio no hubiera sido convocado por cocineros profesionales que aparecen respaldados por escuelas, como Inteci, y un organismo público con el peso y la responsabilidad de la Subsecretaría de Turismo. Explica muchas cosas, pero es triste, y más bien grotesco, dar con profesionales, entidades y organismos que entienden la cocina dulce como una actividad menor, indigna de ser considerada cocina, en todo caso “afín a la cocina”.
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