Locomalito y Gryzor87, artesanos de los videojuegos ‘retro’
JUAN ANTONIO Becerra (Locomalito) y Javier García (Gryzor87) se conocieron en 2008 y desde entonces viven felizmente instalados en los ochenta. Fueron sus esposas, amigas de instituto, las que prendieron la chispa de la nostalgia al quedar a cenar para presentarse mutuamente a sus parejas. La pasión por los videojuegos clásicos hizo que ellos conectaran al instante. Y así, conectados, llevan más de una década agitando la industria del ocio electrónico con una receta radicalmente original: el uso del píxel como recurso gráfico acompasado por la melodía de chips de viejos sintetizadores. Llevan realizados 12 juegos. Son los reyes del espíritu retro.
“La mayoría de nuestras obras están hechas sin vocación comercial”, explica Locomalito desde el salón de su modesto piso en Málaga, rodeado de estanterías donde conviven discos heavy de Europe, ensayos sobre el cine zombi, mangas y una cuidada colección de figuritas de plomo de Warhammer. Sentado a su lado, recolocándose cada poco su lacia melena, está Gryzor87, el artífice de la música. “Nuestros juegos son directos, cortos e intensos”, resume.
A golpe de píxel y en sus ratos libres, estos dos amigos han logrado que su creación más celebrada, Maldita Castilla, se haya convertido en un juego de culto y en uno de los más buscados en Nintendo Switch, PS4 y Xbox One, con más de 100.000 descargas. Algo insólito en un negocio dominado por los proyectos millonarios de las grandes corporaciones. “El Libro Blanco de los videojuegos nos incluye entre los 400 estudios independientes que existen en España, cuando realmente no somos ni eso”, asegura Locomalito, que cuenta, con cierta sorna, que hoy día siguen recibiendo currículos de aspirantes a desarrolladores de videojuegos: “Seguro que dejarían de enviarlos si vieran cómo trabajamos…”.
Los títulos modernos exigen que inviertas muchas horas y no siempre te ofrecen una gran diversión a cambio
Gryzor87 explica el detonante de su aventura en común. “Nuestro empeño desde el principio fue rescatar géneros olvidados de las consolas de 16 bits, que se perdieron con el salto a los entornos tridimensionales. Había una pregunta que nos obsesionaba: ¿cómo sería hacer un juego hoy día siendo fiel a esa tecnología?”. Respondieron a ese interrogante con su primer título, Super Hydorah. “Es el juego que siempre soñé hacer de niño”, declara Locomalito, cuyo apelativo se fraguó en la adolescencia, cuando completó con una sola moneda el R-Type, el matamarcianos en el que precisamente se inspira Super Hydorah. “Fueron casi cuatro años de trabajo diario. Al terminar el juego, lo ofrecimos de manera gratuita en nuestra web y nos sorprendió la avalancha de descargas”, recuerda Gryzor87. La revista estadounidense Indiegames colocó a su criatura entre los 10 mejores juegos de 2010. “Aparecer en el mismo listado que Minecraft fue algo increíble”, recuerdan los dos al unísono. Ese hito, que para muchos pequeños estudios hubiera supuesto morir de éxito, a ellos no les cambió un ápice su forma de trabajar. Al contrario; les hizo perseverar en una filosofía innegociable. “Si tuviéramos que ganarnos la vida con esto, tendríamos una fecha de salida obligatoria para rentabilizarlo. Un fracaso nunca nos llevará a la ruina”.
Locomalito programa con Game Maker, cuya licencia cuesta 1.000 euros. Su ordenador no está a la vanguardia. Tampoco lo necesita. Por las mañanas trabaja en una agencia de publicidad y de noche muta en programador. Gryzor87, en cambio, es profesor de matemáticas en un instituto y prefiere madrugar para dar rienda suelta a su pasión. Locomalito plasma sus mundos de fantasía en cuadernos donde pinta a boli demonios, caballeros medievales, gárgolas y naves del hiperespacio.
El reto que plantean sus obras a los jugadores es de órdago. Esa dificultad endiablada tiene mucho de tributo a la época dorada de los videojuegos y de rebelión contra los estándares actuales. “Los títulos modernos exigen mucha dedicación y no siempre te ofrecen una gran diversión a cambio”, lamenta Locomalito. “Lo importante no es cuánto juegas, sino la calidad del tiempo invertido”. Como en los ochenta.
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