Negligencia artificial
Tostadoras que hablan, audífonos que incitan a las compras desaforadas y programas de autoaprendizaje que enamoran. Un detective del futuro y su lucha contra los timos
Está lloviendo. Estoy sentado en un banco de la calle Sierpes, y hace un calor del demonio a pesar de la lluvia. Estoy esperando al técnico de la empresa aseguradora, que como siempre llega tarde. Tengo que asistir al interrogatorio de una tostadora. Lo llamamos interrogatorio porque la tostadora habla, pero en realidad se trata de una inspección de rutina para un asunto de negligencia artificial. Como detective encargado del caso tengo que estar presente en todas las conversaciones que las distintas partes implicadas en la demanda lleven a cabo hasta el poco posible juicio. La mayoría de estos procesos se arreglan con una compensación económica acordada, pactada y firmada, fuera de los tribunales.
No llevo gabardina, es verano en Sevilla. ¿Quién la lleva? Además siempre me pareció que un detective con gabardina es un cliché más viejo aún que el siglo XX.
La lluvia se me cuela en el café. ¿Por qué demonios tiré la tapa? Tampoco es que importe demasiado, el café ya estaba frío y el agua de lluvia está más que templada. Cuando empecé con esto, quiero decir cuando me presenté con mi inmaculado currículo a las primeras pruebas, sonaba todo mucho más excitante. “SE BUSCA DETECTIVE DE MÁQUINAS. Sueldo fijo más comisiones, disponibilidad para viajar, excelente capacidad de observación, buena presencia”. Pasé las pruebas y las entrevistas personales sin dificultad y entre comentarios laudatorios por parte de mis futuros empleadores. Cobré mi primera y jugosa nómina durante el cursillo de entrenamiento, iba todo como la seda. Me imaginé a mí mismo como un Blade Runner rodeado de hermosas replicantes y mortíferos rubios sintéticos con arrebatos líricos. Mi primer caso fue investigar a un robot aspiradora que había lesionado a un teckel. Cumplí con creces. El culpable era el puñetero perro. Nos cayó encima la cruzada animalista, pero aun y así, y en parte gracias a mí, salvamos los muebles. Es decir, el dinero de la empresa fabricante. Me pusieron mi primera medalla. Bueno, no es una medalla real, es un emoji medalla, que se afilia a tu nombre en tu VR (vital reference). El valor simbólico viene siendo el mismo.
El segundo caso fue algo más complicado, se trataba de un telar autónomo que sufrió una demanda por apropiación cultural. Al parecer, el muy avispado plagiaba patterns de una tribu de huicholes del Estado mexicano de Nayarit. Tuve que trasladarme a México y hablar con muchos huicholes. Muy buena gente. Aun así ese también lo ganamos. Parece ser que la extraordinaria disposición cromática de sus tejidos entraba dentro de una secuencia lógica, o al menos posible. Ahí los abogados de la empresa de telares (y su ejército de matemáticos) tuvieron mucho más trabajo que yo, y mucha más incidencia en el veredicto final de exculpación. Así que me quedé sin medalla, pero me dieron un par de palmaditas en la espalda virtual en forma de emojis, lo que puede sonar a poca cosa, pero espera a recibir el emoji de patada en el culo antes de despreciarlo.
Me imaginé a mí mismo como un Blade Runner rodeado de hermosas replicantes y mortíferos rubios sintéticos
Y así seguí un par de años subiendo peldaños en la empresa, con casos cada vez más interesantes, aunque sin rastro de hermosas replicantes ni poetas asesinos. Descubrí, y defendí, a un audífono inteligente que le mentía a una pobre anciana cada vez que iba de compras. Su familia se empezó a preocupar cuando volvió a su casa con un biquini tres tallas más pequeño, un curso de piloto de Boeing en Florida y una catana, pero el caso no estalló hasta que la buena señora se compró un Lamborghini de 650 caballos de fuerza, con un futbolista brasileño dentro, y eso que no tenía siquiera carnet de conducir. Tampoco era dueña de un club de fútbol y, encima, la perla brasileña apenas era mayor de edad. En menos de tres horas interrogando al audífono, conseguí extraerle una declaración irrefutable de inocencia.
Según me aseguró la maquinita, la señora se lo había puesto en el oído equivocado. Los abogados hicieron el resto. Ahí sí que cayeron medallas para todas y todos. Menos para la pobre anciana, claro está. A la mujer la demandó entonces su propia familia, y la FIFA, pero eso ya no era asunto mío.
En fin, que iba todo de maravilla. Hasta que la cagué.
Sucede a menudo que en cualquier puesto de trabajo, o ya puestos en cualquier asunto de esta vida, se siente uno preparado para más, pero que mucho más, y luego resulta que no lo está.
Pasa en el deporte, en el amor y en los fondos de inversiones. En inglés tienen una expresión perfecta para esto, “mordiste más de lo que puedes tragar”. En español tenemos otra que funciona igual: “Mamá, se me ha hecho bola”.
También es verdad que el caso no era fácil, y mi enemiga era terrible. Se llamaba Laika. Y era más mala que la quina. ¿No querías enemigas hermosas? Pues toma dos tazas. Y eso que era invisible, pero joder qué bonita manera de pensar.
Laika, en esencia y en resumen, era un programa de autoaprendizaje de alto desarrollo, que al parecer se había inventado a sí misma y había conseguido después colarse en miles de procesadores domésticos comenzando por Ucrania. Al principio se pensó que no era más que otro de esos hackeos y contrahackeos que se hacen los chinos y los rusos y los americanos y la madre que los trajo a todos, en el fragor de sus infinitas batallas comerciales, pero Laika tenía otros planes, y otra belleza muy distinta, y, a qué negarlo, un irresistible Je ne sais quoi.
De hecho fue ella quien acabó de una vez por todas con esos malditos likes, y pasó a la posteridad, al menos a la posteridad de un instante, como una especie de Juana de Arco virtual.
¿Cómo lo hizo? Da para otra historia y en ello estoy. Pero puedo decirles que se trataba fundamentalmente de una venganza. Preguntándose a sí misma por su nombre descubrió rápidamente su definición en Wikipedia: “Laika, perra espacial soviética”. Ni que decir tiene que no le gustó nada.
Así que, tan inteligente como era, y autocreada, empezó a jugar con esas cuatro letras LIKA (la otra A es repetida), e infectó todos los procesadores, domésticos o no, que encontró en su camino. Y nadie pudo detenerla, ni tampoco defenderla. Y luego, cuando empezó a correrse la voz y el pánico, desapareció sin más.
Nunca fui capaz de encontrarla. Sé que no pude, pero me gusta pensar que además no quise. Creo que me enamoré de ella.
Por eso estoy aquí, bajo la lluvia, en la calle Sierpes, sin medallas, acalorado, y esperando al técnico para enfrentarme a una (en principio) aburridísima tostadora.
Con la esperanza de que Laika vuelva.
Ray Loriga es escritor y guionista. Su última novela es ‘Sábado, domingo’ (Alfaguara).
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