Serás hombre
El futuro se llama Abel
Serás hombre es, tal y como lo descubrí hace años en una entrevista, uno de los poemas favoritos de José María Aznar. No es de extrañar que los versos de Kipling fueran una especie de himno para quien de tantas maneras nos ha demostrado lo que significa ser un hombre de verdad. “Todo lo de esta tierra será de tu dominio, Y mucho más aún: Serás hombre, hijo mío”. La sombra vertical del padre que se proyecta hacia el futuro, la herencia genética y poderosa en el cuerpo de quién está llamado a ser un héroe, la negación de la madre. Una historia de victorias, audacias y reyes. Un llamamiento a la acción y a no desfallecer nunca. La erección permanente del destinado a gobernar el mundo. El lobo de Wall Street. El hombre que es un lobo para el hombre. Mi marido me pega lo normal.
No podía haber escogido mejor título la directora y guionista Isabel de Ocampo para un documental en el que quedan al descubierto las miserias, aunque también las oportunidades de cambio, de unos hombres que, como bien explica Miguel Lorente, andan actualmente absolutamente desubicados ante un contexto en el que les falla la referencia de lo que no deben ser. En la medida que las mujeres se han liberado, no sin dificultades, y no todas con la misma suerte, de las expectativas que el género ha marcado tradicionalmente para ellas, los hombres hemos dejado de tener clara esa referencia que históricamente ha construido nuestra identidad: ser hombre significa no ser una mujer. Por lo tanto, y como explica en la película el filósofo Joan-Carles Mèlich, no estamos hablando de categorías políticas, sino de construcciones políticas, morales y hasta religiosas. La carga pesada sobre nuestros hombros de lo que el patriarcado y la cultura machista en la que se asienta nos han vendido como las reglas del juego. Unas reglas que se construyen sobre unas relaciones asimétricas en las que nosotros tenemos el mando y ellas son el lienzo sobre el que escribimos nuestras necesidades y deseos.
Uno de los grandes aciertos de Serás hombre es que nos sitúa frente a la tensión emocional que sufre el artista Abel Azcona, hijo de una mujer prostituida que busca a su padre prostituyente, porque en ella se resume a la perfección todo lo que el patriarcado ha construido sobre la subordinación de ellas y para la autonomía nuestra. Más allá de los testimonios que diferentes expertos aportan sobre la desigualdad y sobre ejemplos cotidianos de machismo, lo que más me ha revuelto las tripas del documental es cómo Abel representa el hijo dolorido de un padre desconocido —pero que bien podría ser el dios de cualquier religión, el líder de un partido político o el empresario de más éxito— y cómo el sistema prostitucional ejemplifica a la perfección las estructuras de dominio “en las que ellas son billetes”. Unas estructuras en las que, como bien explica un proxeneta en la película, si ellas son contempladas como personas no se gana dinero. Lo que no tiene precio en el mercado no cuenta. Deseos, cuerpos, billetes. De ahí a las conexiones amorosas entre patriarcado y neoliberalismo solo hay un paso muy pequeño. Justamente el que en 2019 nos pide a gritos una revolución feminista.
Aunque mi vida y mi trayectoria nada tiene que ver con la de Abel Azcona, al ver la película de Isabel de Ocampo me he visto reflejado en su extrema vulnerabilidad. Y ha sido hasta doloroso visualizar no solo la parte de responsabilidad que como hombre tengo en mantener un sistema basado en un pacto de puteros, sino también hasta qué punto el patriarcado ha pretendido, y lo sigue haciendo, que yo sea un hombre de verdad. Porque yo también, aunque haya tenido un padre presente, he echado en falta un abrazo de él y yo también, como Abel, me he sentido prisionero en una jaula, la del género, que me ha obligado a negar buena parte de la humanidad que habita en mí.
Todos nosotros, incluso los que a estas alturas podemos afirmar que tenemos conciencia de la desigualdad que provoca el binarismo de género, e incluso los que de manera activa y militante hemos decidido romper, no sin contradicciones y recaídas, los silencios cómplices, somos esos hombres que caminan de espaldas. A los que no le vemos el rostro hasta el final. Esos padres que firman pactos no escritos y que van dejando sus regueros de semen por el planeta. Los que alquilan vaginas, úteros y criadas. Los que se cruzan de brazos ante un modelo en el que rige aquello de maricón el último. Los que han aprendido a defenderse de un mundo de Evas y Pandoras. Los que ahora cuidan su cuerpo y ofrecen al mercado un pretexto más para mantenerlos en su rol de invencibles.
La película de Isabel de Ocampo, además de un hilo argumental que deja al descubierto todas o prácticamente todas las vergüenzas del patriarca, tiene imágenes bellísimas y algunas escenas en las que, al fin, es posible encontrar una vía de salida. Me quedo con esa en la que un actor abraza a Abel, hace que se eche en su regazo y lo cuida desde una posición tan poco habitual en los hombres. Frente a la vertical que mantenemos incluso cuando somos crucificados, la acogedora y tierna que nos remite a lo horizontal, al maternaje, a la ternura subversiva de la que hablaba Petra Kelly. En esa inclinación del hombre hacia el cuidado, en esa pérdida de la verticalidad omnipotente, está la única respuesta posible a los interrogantes brutales que nos plantea el siglo XXI. Esa es la verdadera revolución masculina pendiente, la que justamente nos lleve a eliminar la virilidad como una categoría que nos opone a las mujeres. De ahí la necesidad de contar con hombres como Abel Azcona que sean capaces de romper silencios, de desafiar poderes, de arrastrarse con su dolor por el suelo y luego mostrarnos su desnudez herida. Sumando hostias blancas como liturgia de emancipación.
Es urgente que miremos las alas que nos crecen en la espalda y, desde ese vuelo, plantarle cara a quienes prefieren seguir instalados en la comodidad. Solo así será posible volver nuestro rostro hacia la cámara, sin miedo a ser reconocidos en algún retrato robot de padre putero. Sin miedo a que el espejo nos devuelva la imagen de un monstruo. Yo, de momento, hace años que estoy en la tarea de que mi hijo, que también se llama Abel, no sienta en un futuro que le sigue faltando un abrazo. Y en ese complejo camino me miro en la vida rota del otro Abel para encontrar brotes de esperanza. Sabiendo, ahora sí, que la sanación no será posible mientras que no nos liberemos del mandato de ganancia, pelea y fatiga. Y mientras que, sin sombrero que nos cobije, no aprendamos de la savia que llega a través de los abrazos. Disfrútalos, Abel.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.