Tocados por los vicios modernos
Cuando Ceesepe exploraba el lado salvaje
Hacia finales de los setenta, cuando la dictadura de Franco se estaba yendo a pique y el tirano ya se había muerto, cuando las cosas empezaban a ser distintas, entonces alguien dibujó una viñeta y en la viñeta se veía simplemente un brazo e inyectada en el brazo la aguja de una jeringuilla. Alguien se estaba poniendo un chute. El mundo seguía su curso, pero ahí dentro, en las venas, circulaba ya el caballo, primero al trote y luego ya más rápido hasta irse diluyendo al fondo, como una neblina. En La Casa Encendida de Madrid pueden verse estos días algunos de los trabajos que hizo Ceesepe durante aquella temporada enloquecida. Terminaba una época, se estaba desmoronando, y un montón de jóvenes se afanaban en tensar la vida hasta sus últimas consecuencias, todos los excesos estaban permitidos.
La llamada movida madrileña ha quedado ya reducida a un cliché, a un montón de lugares comunes, y lo mismo pasa con lo que sucedió un poco antes en Barcelona, toda esa explosión de creatividad, de descaro, de desafío radical a lo establecido. Más allá de los tópicos, sin embargo, hay algo que sigue escapándose. Un sumario de la revista Star era lo suficientemente elocuente para definir la temperatura de lo que ocurría: “Exije (sic) la pureza del L.S.D. o pasa de todo, baby”. De eso se trataba en algunos círculos, de pisar el acelerador a fondo.
Era una época, la de los setenta y primeros ochenta, marcada en España sobre todo por la política. Había un montón de gente que venía de la lucha contra la dictadura y sus historias tenían que ver con la militancia y las batallas contra los grises y con el proyecto de conquistar esa democracia largamente postergada. La influencia marxista era potente (estaba en todas partes) y la hipótesis de un tiempo lineal se daba por sentada: con un poco de fe se veía en el horizonte la radiante sociedad socialista desembarcando en los puertos del Mediterráneo e imponiéndose con facilidad sobre una sociedad embrutecida por la beatería que imponía el nacionalcatolicismo.
En esas circunstancias hubo unos cuantos que aborrecían también la dictadura pero que tiraron por otros derroteros. No sabían gran cosa de los conceptos elementales del materialismo histórico, bebían de otra tradición: la de la contracultura que llegaba de Estados Unidos con toda su batería de provocaciones y hallazgos. Carlos Sánchez Pérez, Ceesepe (1958-2018), tenía 19 años cuando dibujó en uno de sus cuadernos “un montón de chorraditas”, entre las que “incluyó un coche descapotable, unas palmeras, porros y ácidos, un sol brillante, varias lunas, dos estrellas de cinco y seis puntas, una serpiente, un puñal y un pez”, cuenta Elsa Fernández-Santos, comisaria de Vicios modernos. Ceesepe 1973-1983, en el catálogo de la exposición de La Casa Encendida. Efectivamente, estaban en otra cosa.
Otra cosa: otra luz y otras oscuridades. Las de las experiencias con el ácido lisérgico, pero también los viajes a lomos del caballo. Sexo, drogas, rock’n roll. Se inventaron un nuevo rostro con el que dinamitar la triste grisura de la dictadura, violentaron todas las reglas, tomaron el mando de un enloquecido cacharro que los condujo por el lado salvaje a trompicones. El tiempo se ha mofado a veces de aquellos afanes y los ha empujado a un lado como cosa de diletantes y caprichosos, y pocos han querido ver la condición trágica de los que forzaron los límites para asomarse al abismo. Ceesepe lo hizo con una extraña ternura: detrás del brillo de los personajes que dibujó asoma una profunda tristeza.
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