Una Iglesia en el pasado
Las declaraciones de Fratini bordean lo inadmisible en un plano estrictamente doctrinal
El episodio tuvo lugar hace un año durante unos cursos de verano en Asturias. Cuando ya terminaban su cena en la residencia los participantes en el consagrado al 68, tomaron asiento quienes venían de otros temas, y entre ellos un obispo que había desempeñado un cargo importante en la Conferencia Episcopal. Para pasar el tiempo, una sesentayocho le preguntó si la Iglesia pensaba eliminar el infierno, a lo que el interpelado respondió con un no rotundo, pasando a reproducir la visión del mundo propia de los Ejercicios espirituales de San Ignacio: presionado siempre por el diablo, el hombre tendía a pecar, por lo cual el infierno era imprescindible, a pesar de la ayuda de los ángeles. No le gustó nada la réplica de un comensal, de que diablos y ángeles no son precisamente protagonistas en los Evangelios y que del sacrificio en la cruz, de existir, procede la responsabilidad del hombre, su libertad, no su condena.
Fue una sorpresa comprobar la vigencia de la concepción tradicional del catolicismo, que parecía amenazada inicialmente por la orientación del Papa Francisco tras su encíclica Lumen fidei, todavía a la sombra del antirracionalismo de su predecesor. En una entrevista posterior con Eugenio Scalfari, Francisco hacía desaparecer al diablo y a las acechanzas del Mal, y proponía “abrirse a la cultura moderna de impronta ilustrada”, más el encuentro de cada creyente con Jesús. Explícitamente reaparecía el espíritu del Vaticano II. Solo que la nueva reforma no se concretó ante la oposición interna, y Francisco tropezó con sus propias limitaciones teológicas —comparar el proselitismo de los apóstoles con la yihad, suscribir a fondo la recuperación de Lutero sin detenerse en De servo arbitrio— y con su timidez en la afirmación de la democracia, visible en sus relaciones con la Cuba castrista y con Maduro. Y de Salvini, nada.
El vacío abrió la vía para un regreso al pasado, como el que ha presidido las declaraciones del exnuncio sobre la exhumación de Franco. Implican una sorprendente injerencia en la política de un Estado, cuya significación rebaja al nivel de unos intereses familiares, y plantean una falsa equidistancia en la valoración histórica del dictador. Como conservador, Fratini puede insistir en el cuento de la inoportunidad y dibujar, aunque nada le avala para ello, un equilibrio entre las herencias positiva y negativa de Franco, pero su ignorancia ya es culpable al desconocer las decenas de miles de muertos que conscientemente causó el dictador con su represión. Y bordea lo inadmisible en un plano estrictamente doctrinal al asimilar el efecto de la exhumación —“han resucitado a Franco”, a lo Vizcaíno Casas— con la única resurrección admisible para un cristiano, la de Cristo. ¿Adónde estamos volviendo?
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