Mexicanos al grito de Trump
El mandatario estadounidense es el ganador de una crisis migratoria que se agrava cada vez más. Sus mensajes han calado en un México donde aumentan la discriminación y el rechazo al extranjero
Dos fotografías de los últimos días. Dos cuadros dignos del Goya más negro o del implacable Otto Dix. En una, a la orilla del agua y junto a una balsa inútil, yacen los cuerpos de Óscar Alberto Martínez y su hija Valeria, de 23 meses de edad, ahogados al intentar el cruce del río Bravo, que marca la frontera entre México y Estados Unidos. En la segunda, las muecas aterradas de Fabiola, una mujer haitiana, y su hijo Pablo Andrés. Madre y niño están pecho-tierra, piden ayuda, denuncian a gritos las condiciones de cientos de inmigrantes concentrados en Tapachula, Chiapas, México.
Ante estas imágenes es inevitable que vuelva a la mente la fotografía del niño sirio Aylan Kurdi, quien se ahogó en septiembre de 2015 en el intento de alcanzar las playas de Turquía junto a su familia. Aquella instantánea conmocionó al mundo y desató debates en Europa y todo el orbe en torno a la migración. Hoy, cuatro años después, al pie de las imágenes de Óscar, Valeria, Fabiola y Pablo Andrés, en la sección de comentarios de los medios y las redes mexicanas arrecia una lluvia de mofas, insultos y escupitajos retóricos. En una asombrosa inversión de responsabilidades, los vivos atribuyen a los muertos la culpa de su destino y hacen votos para que los inmigrantes se vuelvan y se esfumen del horizonte. ¿Qué diablos pasa?
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La realidad es que esta virulencia no comenzó ayer. México lleva años de haberse convertido en una trampa para cientos de inmigrantes, o hasta miles, porque nadie lleva las cuentas y en un país en el que cada día se hallan nuevas fosas y zanjas llenas de cadáveres un conteo preciso se vuelve utopía. Las mafias de traficantes de personas, las bandas criminales en general, los cuerpos de seguridad corruptos y una legión de funcionarios indignos han convertido el tránsito a través de México en un calvario para los centroamericanos, sudamericanos y caribeños que buscan llegar a EE UU. En el discurso, México es un país hospitalario y cálido para el extranjero, con una larga tradición de recibir e integrar a los que piden asilo. Hace pocas semanas, por ejemplo, se conmemoraron por todo lo alto los 80 años de la llegada de los primeros exiliados españoles que huían de la Guerra Civil. En la realidad, sin embargo, las Administraciones de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto asistieron a los ataques y crímenes contra las oleadas de inmigrantes provenientes de la frontera sur con una indiferencia rayana en el cinismo. Ni siquiera reaccionaron ante episodios como la masacre de San Fernando, Tamaulipas, de 2010, en la que fueron asesinados 72 migrantes provenientes de El Salvador, Honduras, Guatemala, Ecuador y Brasil. O ante la multiplicación por 10 de los secuestros de inmigrantes, que fue reconocida por funcionarios del propio Gobierno en 2014.
México se ha convertido en una trampa para cientos — o miles— de inmigrantes. Nadie lleva las cuentas
Andrés Manuel López Obrador, el actual presidente, fue muy crítico en su momento con esas políticas hipócritas. Anunció, una vez que ganó las elecciones en 2018, que su Gobierno daría un vuelco a la situación. Libre tránsito, apoyos humanitarios puntuales, permisos de trabajo y hasta ayudas económicas a los Gobiernos centroamericanos formaron parte de su proyecto. Sin embargo, la imposibilidad para resolver por medios políticos el chantaje de Donald Trump, el presidente de EE UU, que amenazó con imponer aranceles a todas las exportaciones mexicanas a menos que se tomaran medidas contundentes para frenar la corriente migratoria, dio al traste con el plan. López Obrador y su canciller, Marcelo Ebrard, han pasado las recientes semanas explicando que la decisión que se tomó, es decir, parar en seco a los inmigrantes en el sur del país con ayuda de la recién creada Guardia Nacional (integrada por elementos del Ejército), es una decisión sensata y meditada y no solo la obediencia a regañadientes de los dictados de Trump. “Preferimos tenerlos [a los inmigrantes] en el sur porque ahí hay más posibilidades de cuidarlos, de darles posibilidades de trabajo. En el norte, ustedes saben, está más complicado. No queremos tragedias como la de San Fernando”, declaró el presidente.
En días pasados, junto al recién investido presidente de El Salvador, Nayib Bukele, López Obrador presentó un Plan para el Desarrollo de Centroamérica que concentrará la ayuda mexicana a los países vecinos y espera representar un freno más “humano” a los inmigrantes. Al mismo tiempo, sin embargo, miles de personas se agolpan en los albergues y centros de reunión dispuestos por el Gobierno para que no se acerquen a la frontera norte. La Guardia Nacional sigue sus despliegues y el canciller Ebrard ya anunció que se exigirán a los inmigrantes datos, papeles y permisos y que todo aquel que quiera cruzar el país para llegar al “otro lado” será rechazado. Queda claro que el Gobierno mexicano trata de maniobrar para no ser tomado como un régimen antimigrante, pero tampoco quiere comer lumbre y sus esfuerzos están concentrados en mantener en relativa paz a ese polvorín que es Trump…
El endurecimiento de las políticas migratorias ha alcanzado un curioso consenso difícil de explicar
En todo caso, el endurecimiento de las políticas migratorias ha alcanzado un curioso consenso. No resulta fácil de explicar es el motivo por el cual el cierre de la frontera y la sumisión a los planes de Trump son tan populares en México, uno de los países del mundo del que más ciudadanos han migrado (se calcula que alrededor de 12 millones de mexicanos viven en EE UU, en cuyo censo se identifica hasta a 36 millones de personas como “de origen mexicano”). Una encuesta del diario El Financiero arrojó resultados tan alarmantes como rotundos: el 63% de los consultados apoyan el cierre de la frontera del sur; el 75% opinan que los inmigrantes deben ser deportados a sus países de origen; el 67% apoya el plan de militarizar la frontera, y un 60% cree que no debe permitirse que los inmigrantes permanezcan en México mientras se define su hipotético paso hacia EE UU. Por contra, apenas el 35% consideraron que el deber de México es permitir el libre paso de los inmigrantes y apoyarlos en su éxodo.
Y lo más terrible: consultar las secciones de comentarios de las noticias sobre el tema en los medios digitales y las redes en general es un ejercicio deprimente. Todas ellas están tachonadas de parrafadas en las que los inmigrantes son acusados de perpetrar robos y asesinatos, trasmitir enfermedades, cometer violaciones, llenar de basura las ciudades a su paso y quitar el trabajo a los mexicanos. Adivina usted: esas son, punto por punto, las acusaciones lanzadas por Donald Trump contra los propios mexicanos desde que arrancó su campaña electoral hasta el día de hoy. No: no se trata de una postura del Gobierno. Muchos de quienes la suscriben se identifican como partidarios de López Obrador, pero muchos otros lo hacen como sus opositores. Y esto muestra que México, en suma, es un país atrapado por sus propias versiones tropicalizadas de discriminación y odio al extranjero. Un país que mira indiferente las muertes de Óscar Alberto y Valeria, y el sufrimiento de Fabiola y Pablo Andrés. O que los culpa a ellos. Tal y como ha hecho, una y otra vez, con las muertes y los padecimientos de miles de mexicanos.
El resultado es que aumenta la xenofobia, que el cuello de botella de extranjeros atrapados en la frontera sur es una bomba de tiempo para el Gobierno y que el único ganador de la crisis está muy lejos y asiste sonriente al show. Se llama Donald Tump. Quiere la reelección y va a seguir apoyándose descaradamente en la baza del combate a la inmigración. Y lo hará con el apoyo, voluntario o a fuerzas, de muchos mexicanos.
Antonio Ortuño es escritor.
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