Hacerlo con el propio cerebro
Está por ver si hay más libertad con el uso de las nuevas tecnologías
La envergadura de los cambios producidos por las nuevas tecnologías es tal que habitamos un mundo diferente, sin tener claro qué está quedando del viejo y cómo va a terminar de perfilarse el nuevo. La Red ha conectado los lugares más remotos y ha puesto en relación instantánea a gentes que jamás se verán las caras, ha alterado la manera de relacionarse con el tiempo —todo es urgente, urge pronunciarse ya mismo— y facilita, entre otras novedades, el acceso a bienes y servicios que alguna vez pudieron parecer inalcanzables. Al mando de un móvil o una tableta o un ordenador es fácil creer que se pueden gobernar las circunstancias, marcar el ritmo del cotarro, transformar las cosas con solo utilizar los dedos: a golpe de clics. Lo que está por ver es si todas estas facilidades van a impulsar a las personas a ser más libres, autónomas, independientes.
Si alguna vez en la historia más o menos reciente hubo un cambio tecnológico que tenga algo que ver con la irrupción de Internet, acaso pueda ser el de la invención y el desarrollo de la imprenta. Abrió también las puertas para que circulara la información y el saber, y las sociedades cambiaron. El conocimiento ya no fue cosa de unos pocos, y los clérigos perdieron un poderoso instrumento de control: se pudieron escuchar otras voces y muchas dinamitaban las viejas jerarquías. Lo que siempre resulta más difícil es saber cómo se transformaron las personas. Su mundo, sus anhelos, sus márgenes de maniobra.
En un ya antiguo libro clásico de la llamada microhistoria, El queso y los gusanos, Carlo Ginzburg se propuso explorar cómo veía la realidad un molinero en el siglo XVI, cuando gracias a la imprenta y la Reforma protestante se ponían en cuestión las certidumbres anteriores. Pudo hacerlo porque se conservaron las actas de los procesos a los que lo llevó la Inquisición por sus ideas poco ortodoxas. Domenico Scandella, al que llamaban Menocchio, nació en 1532 en Montereale, un pueblecito del Friuli, en el noreste de Italia. Estaba casado, tenía siete hijos. En 1583, fue denunciado al Santo Oficio por pronunciar palabras heréticas e impías sobre Cristo. Fue detenido y, con 52 años, le hicieron el primer interrogatorio.
Era un tipo particular. “Yo le he oído decir”, declaró un testigo, “que al principio este mundo no era nada, y que fue batido como una espuma del agua del mar, y se coaguló como un queso, del cual nació gran cantidad de gusanos, y estos gusanos se convirtieron en hombres, de los cuales el más poderoso y sabio fue Dios, y al cual los otros rindieron obediencia”. El propio Menocchio decía para defenderse de la acusación de dejarse llevar por doctrinas heréticas: “Señor, nunca he conocido a nadie que tuviera estas opiniones; estas opiniones que yo tengo las he sacado de mi cerebro”.
Menocchio fue procesado dos veces. La primera lo metieron un tiempo en la cárcel y luego lo dejaron salir, siempre sometido a severas condiciones. La segunda le fue peor: en 1601 fue ejecutado. Lo que sorprende de este molinero es el afán de ser fiel a lo que pensaba. Se proponía obedecer a la Iglesia, para que no le pasara nada, pero delante de los inquisidores no conseguía reprimirse y volvía a insistir en sus ideas —“mi cerebro es sutil y me ha gustado aprender las cosas elevadas que yo ignoraba”, decía—. Quizá ese fue el precio que tantos pagaron por abrir paso a la libertad. Hoy, la cuestión es si las nuevas tecnologías conducen a batallar en ese sentido o si más bien empujan a doblegarse a las voces de las respectivas tribus. Todavía no ha pasado demasiado tiempo para poder saberlo.
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