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Columna
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Feminicidios en Europa

Una serie de asesinatos en Chipre ha revelado la invisibilidad e indefensión de las trabajadoras inmigrantes, que tanto contribuyen a paliar la insuficiencia de los precarios Estados del bienestar del sur de la UE

María Antonia Sánchez-Vallejo
Vigilia en memoria de las víctimas ante el palacio presidencial, el 26 de abril en Nicosia.
Vigilia en memoria de las víctimas ante el palacio presidencial, el 26 de abril en Nicosia. S. KOURATZIS (REUTERS)

Europa parece indemne al terror de los feminicidios, esos crímenes de género amparados en la impunidad que salpican la geografía de México y tantos otros países de América Latina donde ser mujer es un factor de riesgo, cuando no una condena. Pero una reciente serie de asesinatos en Chipre ha revelado lo contrario, además de provocar una crisis política. Porque también ha constatado que al riesgo genérico se le pueden añadir agravantes como la xenofobia y el clasismo.

Detalles escabrosos al margen —la acción de un serial killer siempre es truculenta—, la condición invisible de las víctimas (cinco empleadas de hogar inmigrantes, y las hijas de dos de ellas) explicaría la inacción de las autoridades durante tres años, desde la desaparición de la primera en 2016. Eso sostienen los activistas sociales de la isla: de no ser por el hallazgo fortuito del primer cuerpo, en abril, hoy no habría caso.

La vida de tres filipinas, una rumana, una quinta víctima supuestamente de Nepal —cuál no habrá sido el desdén administrativo, y social, para ignorar su origen exacto— y las dos menores apenas sí ha costado la dimisión del ministro de Justicia ante el alud de críticas y la destitución del máximo jefe policial por no investigar adecuadamente las primeras denuncias presentadas, lo que tal vez habría impedido al asesino, ya detenido, seguir matando. Pero cabe preguntarse también qué Europa es esta en la que una empleada de hogar —el ámbito más cercano y cotidiano, palpable— desaparece de la noche a la mañana y su entorno no intenta averiguar qué le ha pasado.

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No es casualidad que Chipre sea el país europeo donde el empleo doméstico tiene el mayor peso sobre la ocupación total, seguido de España. El sur de la UE viene paliando el déficit de servicios sociales (guarderías, dependencia) gracias a mano de obra foránea. Sin esta ayuda, la tan difícil conciliación resultaría aún más imposible para cientos de miles de mujeres desbordadas por dobles jornadas de trabajo y la emancipación de muchas no sería tal. Extranjeras pero no ajenas, ellas son también, sin pretenderlo, motor de cambio, nuestro particular estado del bienestar. Pero la crisis también ha multiplicado la explotación que padecen.

Coincidiendo con el hallazgo de los cadáveres en Chipre, realizaba una gira por Europa una interesante obra de teatro político griega, protagonizada por cinco inmigrantes extranjeras que reflejan el envés del país y la crudeza de la crisis. Clean City, así se titula, es también una gran mueca a los partidarios de limpiar de inmigrantes nuestras calles. Pero si de limpiar se trata, la forma más sucia de hacerlo es meter la barredura —léanse los derechos más básicos, las personas— bajo la alfombra, como en Chipre o en el limbo de los campos de refugiados.

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