Desastres
Las grandes obras humanas no están vivas pero tienen que ver con lo que nos hace vivir. Y su destrucción es desoladora
Hace medio siglo, en París, yo madrugaba luchando contra la resaca de la noche anterior para ir a misa de ocho en Notre Dame. Quería oír el órgano incomparable, tocado nada menos que por Pierre Cochereau. Bajo las bóvedas augustas, arrullado por la música, medio adormilado, imaginaba que el paraíso debe ser algo así pero ya todo el rato... Por recuerdos semejantes, muchos hemos vertido lágrimas al ver arder la catedral. Ciertos críticos mordaces han señalado la paradoja y el agravio comparativo de tal exhibición de dolor por la destrucción del edificio, un montón enorme de madera y chatarra, mientras quizá media docena de turistas muertos por el desprendimiento de una gárgola solo hubiera suscitado quejas administrativas por el mal mantenimiento del célebre monumento. ¿No debe lamentarse más la destrucción de personas que la de obras de arte?
Son dolores inconmensurables. La pérdida de los seres queridos tiene una importancia sentimental suprema para cada cual, pero la muerte de humanos en general —la constatación de que somos mortales— es un disgusto que soportamos con notable entereza, salvo postureo compasivo o metafísico. En cambio, las grandes obras humanas no están vivas pero tienen que ver con lo que nos hace vivir. Y su destrucción es desoladora para nuestro destino de una manera distinta pero no menos patética que los fallecimientos individuales. Sin duda los fondos públicos deben priorizar la atención a las necesidades físicas de la gente, pero subastar las obras del Prado o alquilar como apartamentos turísticos las catedrales góticas para recaudar fondos destinados a hospitales causaría una enfermedad social mucho más letal que las que curase. Un proverbio árabe recomienda dar al necesitado un pan y una flor: el pan para poder vivir, la flor para querer vivir. ¡Reconstruyamos Notre Dame!
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