La fórmula ecológica de Oslo. ¿Modelo de éxito o nuevo sueño nórdico?
Este es un viaje para conocer sobre el terreno las iniciativas que han convertido la metrópoli de Noruega en capital verde europea 2019. Desde las restricciones a la polución hasta la apuesta por espacios verdes y la construcción limpia. Pero el impulso ecológico se financia con la exportación de grandes cantidades de crudo y gas. ¿Se trata de una fórmula de éxito o de un nuevo sueño nórdico?
SON LAS CINCO de la tarde de un domingo de principios de abril en Oslo. El paseo que bordea el fiordo junto a la avenida Langkaia ofrece una espectacular vista con el edificio de la Ópera, de granito blanco y mármol de Carrara, y el bosque Ekeberg de fondo. Brilla el sol, aunque la temperatura no supera los 12 grados, y Martin, un ejecutivo publicitario treintañero, que creció en la costa oeste de Noruega y recaló en San Francisco antes de instalarse en esta ciudad hace tres años, aguarda a los amigos con los que ha reservado una de las dos saunas flotantes ancladas a este lado de la orilla. Para calentarlas se necesitan cada cuatro horas unos 15 kilos de leña traída de los mismos bosques que se divisan desde el muelle y en ellas se puede navegar, gracias a un motor eléctrico en invierno y a paneles solares en verano. A Martin le encanta el plan; si va solo, la entrada le cuesta 23 euros y es una forma de conocer gente; si lo organiza con amigos, compran cervezas y pasan la tarde sudando, nadando en las gélidas aguas y bebiendo. Chapotear en el fiordo está de moda.
La impulsora de las saunas KOK, Kristin Lorange, confirma que desde que arrancaron, hace poco más de un año, no dan abasto. La idea base la tomó prestada de Estocolmo, pero Lorange explica que aquí trata de fomentar una conciencia ecológica: “Para que la gente tome en serio el medio ambiente debe pasarlo bien. Solo crear sentimiento de culpa no vale”. Añade que con sus saunas también quiere colocarse a la cabeza en el uso de electricidad en el mar. Y en esto coincide de pleno con los planes que impulsa el Gobierno de la ciudad, decidido a electrificar todas las travesías en el fiordo. Este año está previsto que los tres ferris que transportan cerca de dos millones y medio de pasajeros al año pasen a ser eléctricos.
“Hace 10 años aquí no se podía nadar, era una zona totalmente industrial”, cuenta Lars, parado en el muelle junto a su hijo adolescente, Erik. Estos dos ciclistas domingueros, vestidos como si hubieran participado en el Tour, vienen de un almuerzo familiar para el que han tenido que pedalear por la costa 40 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. No les parece nada extraordinario, aseguran que se trata de algo totalmente normal. El esquí es otra rutina que padre e hijo mantienen dos veces entre semana en invierno. Hay 2.600 kilómetros de pistas en los alrededores de Oslo y 300 kilómetros cuadrados de áreas forestales. El bosque, el agua, la apabullante naturaleza forman parte del ADN de Oslo. Basta mirar alrededor para entenderlo. Y la ciudad tiene una cierta resistencia a ser urbana, a ser ciudad. “El uso del espacio público se concentra en el océano o los bosques, donde actores y políticos están los fines de semana, no van a las plazas”, apunta el arquitecto Luis Callejas, que llegó aquí hace tres años desde Harvard para impartir clases de arquitectura de paisaje, y aquí ha trasladado su estudio. “Desde el famoso plan de espacios verdes de Harold Hals se ha tenido en cuenta la estructura verde en Oslo. Y resulta curioso que esa naturaleza aparentemente virgen, esos bosques que rodean la ciudad son explotados, pero siempre tratando de que no lo parezca, que no estén replantados en línea”.
“Para tomar en serio el medio ambiente hay que pasarlo bien. El sentimiento de culpa no vale”
Al pasear en primavera por las poco bulliciosas avenidas cuesta pensar en esta capital escandinava como foco de contaminación, pero el silencio y los bosques de alrededor engañan. Esta ciudad de 680.000 habitantes, que tiene previsto crecer 100.000 más en la próxima década, contamina como todo centro urbano. Pero, a diferencia del resto, se ha marcado la meta de reducir en 2030 un 95% las emisiones de gases de efecto invernadero respecto a 1990. En 2016 consiguió bajar un 9%, así que en Oslo han decidido pisar a fondo el acelerador verde. Su campo de acción es amplio e incluye desde el desarrollo de tecnología puntera en un programa piloto para capturar y almacenar en antiguos pozos de petróleo el dióxido de carbono de las incineradoras de basura hasta la conversión de las zonas de obras y construcción en espacios limpios.
Oslo ha declarado la guerra al combustible fósil, y a nadie en este fiordo o más allá se le escapa que la apuesta por la energía verde va en serio. Pero el plan puede parecer chocantea al tratarse de la capital de un país que extrae 1,6 millones de barriles de crudo al día y que es el tercer exportador mundial de gas (un 25% del cual llega a la UE). Los beneficios que esta industria dio en 2018 se cifraron en 264.000 millones de coronas (27.000 millones de euros), según las cifras oficiales, y el fondo soberano que gestiona la hucha pública del gas y del petróleo asciende a más de 860.000 millones de euros.
Oslo ha declarado la guerra al combustible fósil. La apuesta por la energía verde va en serio.
La obsesión es invertir en tecnología verde, a pequeña y gran escala, el dinero del petróleo sacado del mar del Norte y de delicados ecosistemas polares. El Estado ha autorizado que el rico fondo público de pensiones entre en proyectos de energía renovable que no cotizan en Bolsa y han retirado su dinero de 134 compañías que buscan petróleo y gas —aunque se mantiene en Shell y BP porque, alega, las grandes petroleras tienen proyectos ecológicos en marcha—. La ambigüedad y el remordimiento verde nunca ceden. Este abril, el partido laborista, en la oposición, anunció que no apoyará la explotación petrolífera del archipiélago ártico de Lofoten, abriendo un nuevo capítulo en el largo debate existencial de este país del norte, el vecino más pobre de la zona hasta que dio con las reservas minerales hace medio siglo y que no fue independiente hasta 1905. El dilema, extraer o no, contaminar o no, tiñe hasta la televisión: en la serie Occupied, escrita por Jo Nesbø, la decisión de renunciar al petróleo precipita una invasión rusa. Los fantasmas y angustias colectivos no parece que se solucionarán fácilmente.
Mientras tanto, Oslo, capital verde europea de 2019, ha impulsado con ahínco y sin escatimar recursos la transición al coche eléctrico. Ha logrado que su precio sea igual al de los automóviles de gasolina o diésel, por ejemplo, liberándolos del pago de IVA. Tanto la electricidad como el aparcamiento cuestan un euro a la hora en los 1.300 puntos públicos de carga de la ciudad. La venta de gasolina y diésel ha caído un 30%. Las estaciones de servicio incluyen cargadores rápidos y hacen caja con las cafeterías en las que los conductores pasan los 20 minutos que lleva obtener electricidad suficiente.
“Cuesta que la gente pedalee para ir al trabajo. Estamos por detrás de Copenhague y Ámsterdam”
En este arranque de primavera, las colinas y parques apenas deshelados son, más que de un verde furioso, de un color pardo. Pero se adivina lo que está por venir. Algo así podría decirse de la ciudad donde, a pesar del empuje ecológico de la Administración, ni las bolsas de plástico han sido desterradas de las calles, ni la piña —que llega en avión, dejando una huella de carbono— de los bufés de los hoteles (aunque algunos de ellos cuenten con planes para un huerto y una colmena). ¿Pero qué cultivar en enero y febrero con una temperatura media de -4 grados? “En esos meses pasamos mucho tiempo junto al fuego y hacemos bebés”, bromea Øystein Rasmussen, granjero oficial de la municipalidad de Oslo. Hace apenas dos meses que se ha instalado en la granja-laboratorio de Losæter/ Flatbread Society, un espacio excéntrico, agrícola y comunitario encajado en el barrio de Bjørvika. Aquí hay colmenas, minilotes de tierra para que la gente cultive, un obrador para hacer pan, proyectos para criar insectos y hasta un baño en el que las heces son transformadas en carbón y la orina es usada para regar por su alto contenido en nutrientes. “No tiene sentido gastar cuatro litros de agua en deshacerte de algo que está cargado de valor. Aquí puede venir cualquiera con una idea o experimento agrícola y trataremos de realizarlo”, dice Rasmussen. Futurefarmers, un colectivo internacional de artistas, está detrás del proyecto, cuya comisaria local, Anne Beate Hovind, dice ser la primera sorprendida por la excelente recepción: “Pusimos un anuncio para 100 minilotes y recibimos 4.000 solicitudes. La gente lo pilla”.
Pero no todas las medidas son recibidas con entusiasmo: las zonas peatonales recién inauguradas fueron polémicas. A los oslenses también les cuesta renunciar al coche. El Gobierno local se afana en impulsar el uso de la bicicleta, tratando de superar el escollo meteorológico y la crudeza del invierno. El llamado hotel para bicicletas en la Estación Central es prueba de ello. “Cuesta hacer que la gente pedalee para ir al trabajo. Estamos muy por detrás de ciudades como Copenhague y Ámsterdam, pero ellas son más planas y no hay tanta nieve”, admite Sture Portvik, responsable de la movilidad eléctrica de la ciudad.
La resistencia de los particulares no ha impedido buscar otros frentes de ataque para incentivar el pedaleo: la ciudad subvenciona el paso de la furgoneta de reparto a la bicicleta eléctrica con remolque y dota de bicis a sus asistentes sociales. También mejora la red de transporte público: además del tranvía y el metro, en su flota de 1.800 autobuses ha puesto a rodar 100 eléctricos y 187 propulsados con biodiésel, combustible que llega de las plantas de incineración de basura. “No es lo ideal, porque este combustible aún contamina”, apunta el exigente Portvik. Aun así, la transformación de residuos en combustible es un ejemplo de la economía circular en Oslo.
El transporte aéreo tampoco escapa a la obsesión verde. Dag Falk-Petersen, descendiente del pintor Edvard Munch y CEO de Avinor, la empresa que gestiona los aeropuertos noruegos, habla en su despacho del proyecto pionero para impulsar la aviación eléctrica por el interior del país, para vuelos cortos y con un máximo de 10 pasajeros. “Los aviones eléctricos o de hidrógeno reducirían costes y la contaminación acústica. Probamos un vuelo el año pasado en un avión fabricado en Eslovenia para solo dos personas”. Por el momento, el aeropuerto inaugurado en 2017 dispone de biofuel, aunque pocos lo usan. Y en tierra también tratan de innovar, por ejemplo, con un programa piloto para calentar las pistas con energía geotérmica, o reutilizando la nieve para el sistema de refrigeración del aeropuerto.
Quizá una de las medidas más interesantes y particulares es la recuperación de las vías fluviales que atraviesan la ciudad y que en buena parte quedaron enterrados a medida que se levantaban nuevas calles y edificios en los ochenta. “La estructura hídrica de Oslo sirve de guía del planeamiento urbano, como la bicicleta lo es en Copenhague”, apunta el arquitecto Callejas. El motivo no es solo favorecer la comunión con la naturaleza, sino tratar de paliar los efectos presentes y futuros del cambio climático. Los 10 cauces fluviales y afluentes que cruzan Oslo permiten absorber las precipitaciones. Hoy se ha recuperado la pesca en muchos de estos ríos urbanos.
La nueva conciencia ecológica parece haber calado en lugares insospechados, como Blá, antigua fábrica transformada hace dos décadas en sala de conciertos, cuya terraza sobre el río, calentada con estufas eléctricas (nada de setas contaminantes), está decorada con vistosos grafitis que hacen referencia al cambio climático. Incluso en el cementerio, el jardinero Magnus Gommerud Nielsen presionó para obtener bicicletas eléctricas de carga, ha montado colmenas y ha sembrado 18 especies perennes para atraer abejas y mariposas.
“Cada consejería cuenta con un presupuesto de emisiones de CO2 que debe rebajar”, explica Anita Lindahl Trosdahl, directora del proyecto de capitalidad verde europea, en una amplia sala del ayuntamiento, el gran edificio que acoge la entrega del Premio Nobel de la Paz. “Las emisiones vienen de las ciudades, pero las soluciones también. No a todo el mundo le gustan los cambios, pero el climático va más rápido que las personas y hay que actuar. Aquí queremos implicar a las empresas y a la industria en la competición por combatir las emisiones”. ¿Y el espinoso asunto de la extracción de fósiles? “El debate sobre fijar una fecha para no sacar más petróleo ni gas es constante, polariza y escinde a los partidos, pero no ocurre a escala municipal, sino nacional”.
"Lo que se puede exportar de Oslo es el trabajo colectivo: todo el mundo puede proponer cosas”
Lindahl piensa que la carrera por ver qué capital se coloca a la cabeza en políticas medioambientales es algo bueno, aunque cada cual tiene su enfoque. Frente a la huella de carbono cero que implica la compra de cuotas de emisiones por la que apuesta Copenhague, la capital noruega avanza con la cartera llena hacia la erradicación de CO2. Algunos ejemplos: han identificado que el 17% de los 1,2 millones de toneladas de gases que hoy emite Oslo procedían de la calefacción y lanzaron un programa de ayudas para promover el cambio. Así, los edificios y viviendas quedan conectados a la red municipal de energía limpia geotérmica, hídrica y procedente de la planta incineradora de basura. El fondo de energía y clima destinó en los dos últimos años 19 millones de euros en ayudas para esta reconversión y para la expansión de cargadores de coches eléctricos.
Una gran chimenea humeante se divisa desde la estación de metro próxima a la planta de basura de Haraldrud, el principal punto limpio de la ciudad, donde se recicla el 40% de los desechos domésticos. Hay ajetreo de camiones, todos ellos limpios, que descargan bolsas verdes con residuos orgánicos, azules con plásticos y blancas con todo lo demás que no sea papel, ni vidrio, ni sustancias químicas. “Hemos tratado de simplificar al máximo el proceso y los ciudadanos colocan las bolsas en el mismo cubo”, explica Harold Jentoft, de la agencia municipal de gestión de residuos, antes de hablar del sistema Optibag, que importaron de Suecia y permite discriminar las bolsas en la propia planta. El olor en el búnker es intenso, pero aquí ya no queda el plástico —que se lleva a Alemania para ser reciclado—, solo hay residuos orgánicos que se convierten en 33 toneladas de fertilizantes y en combustible para los autobuses públicos. El resto se incinera para obtener 245 GWh de energía que van a la red municipal de calefacción. El programa piloto de captura y almacenamiento de carbono trata de encontrar una solución a las emisiones (un 19% del total) que resultan de la quema de residuos. A la salida del búnker está aparcado el autobús con escolares que la propia planta manda a los centros para organizar visitas educativas, dos cada día. “El compromiso con las políticas medioambientales es sólido, no dependerá de quien ocupe el Gobierno”, apunta Jentoft.
Otro punto negro de emisiones son las obras de construcción. Se necesita mucha energía para construir cualquier cosa. Aquí también empresarios, promotores y las autoridades municipales han decidido abrir brecha. Monte arriba en Smestad, los ingenieros de la constructora Veidekke muestran orgullosos a pie de obra el recorte del 80% que han logrado en emisiones de la obra del túnel que construyen para una eléctrica. ¿Cómo lo hicieron? Los camiones no usan combustible fósil, sino biogás, y la maquinaria es eléctrica, incluida la primera excavadora grande (“que funciona como mi Tesla”, comenta feliz un ingeniero) con baterías adaptadas a las temperaturas del invierno noruego. Además, la calefacción en la obra procede de la red municipal y, por tanto, es limpia, y los trabajadores llegan a la obra en transporte no contaminante. En la edificación de viviendas también se avanza hacia zonas de construcción limpias y sin residuos mediante el empleo de madera laminada, cuya huella de carbono es la mitad que la del acero y el cemento. En las obras de las casas de estudiantes que Veidekke levanta con este material no hay apenas polvo ni desechos. “La carrera ya ha arrancado en el mercado por tratar de lograr ser el primero en las obras de emisión cero”, señala el ingeniero.
El arquitecto español Juan Herreros lo sabe bien. Su proyecto del Museo Munch, cuya apertura está prevista para 2020, se ha levantado a medida que crecía la sensibilidad medioambiental. Hoy es un edificio pasivo energéticamente, con acero reciclado y un sistema de refrigeración que usa agua del fiordo. “Una de las correcciones más severas del proyecto original tiene que ver con el hormigón armado, para el que usamos un encofrado deslizante como el de las plataformas petrolíferas, y que muestra que hay tecnología limpia que rescatar de esa industria”. ¿El modelo de Oslo es aplicable a otros enclaves? “Lo que se puede exportar es el trabajo colectivo, se escucha a todo el mundo y todos pueden proponer cosas”. La huella verde de Oslo tiene mucho de actitud.