Oslo, la ciudad (casi) perfecta
EDVARD Munch paseaba con dos amigos cuando se puso el sol. De pronto, el cielo se tiñó de rojo. El pintor se detuvo, extenuado, y contempló el fiordo y la ciudad. Sobre ambos, la sangre se extendía en lenguas de fuego. Sintió, escribiría más tarde, cómo un inmenso grito infinito recorría la naturaleza. A principios de la década de 1890, esa visión inspiró a Munch para pintar El grito, su obra más célebre. Hoy ese lugar en la colina de Ekeberg de Oslo está perfectamente señalado para que los turistas contemplen el litoral que colorea el fondo del lienzo del artista y que representa la reinvención de la capital noruega.
Carnicerías halal, restaurantes indios, locutorios que promocionan “llamadas baratas” a Senegal y Mozambique, fruterías con anaqueles repletos de especies y especias exóticas... Ese colorido paisaje que se ve a través de la ventana del restaurante Olympen, en Grønland, céntrico barrio musulmán de la ciudad, no existía cuando Kjartan Fløgstad llegó a Oslo en los sesenta. El escritor, de 72 años, había dejado Sauda, un pueblo industrial de la costa oeste, para trabajar en la Guardia Real. Entonces, recuerda, “Oslo era una ciudad luterana que cerraba a las cuatro de la tarde. Tan solo se podía tomar medio litro de cerveza, hacer esquí de fondo o ir a un partido de fútbol. La vida era extremadamente sencilla y monocroma”.
pulsa en la fotoEl Museo Nacional de Arte, Arquitectura y Diseño, en Aker Brygge.Ana Nance
“Oslo es cada día más vibrante. La única ciudad multicultural de Noruega. Yo nací aquí en 1951 y en mi época temíamos a los noruegos del norte porque eran diferentes a nosotros. En cambio, hoy en nuestras escuelas se hablan 200 idiomas distintos y la integración de los inmigrantes ha sido un éxito, aunque aún queden asuntos por resolver. Vivir en una sociedad globalizada nos plantea retos, pero creo que la ciudad ha cambiado para bien”, asegura Marianne Borgen, alcaldesa de Oslo. Y sus conciudadanos parecen estar de acuerdo con ella: el 99% de los habitantes de Oslo están satisfechos con la vida que les ofrece la ciudad. Según un estudio publicado el pasado mes de enero por la Comisión Europea, la urbe aprueba con nota en sanidad, inmigración –en la actualidad, el 33% de la población oslense es inmigrante o noruega de padres inmigrantes, según datos oficiales–, seguridad, transporte, contaminación o equipamientos culturales.
Borgen acaba de recuperar la alcaldía para la izquierda tras 18 años de gobierno conservador: ocupa desde el pasado octubre el despacho principal del consistorio, un imponente edificio de ladrillo rojo famoso por albergar cada 10 de diciembre la ceremonia del Premio Nobel de la Paz. Tras los saludos, despliega la legendaria humildad noruega y se apresura a aclarar que ella y su equipo tienen mucho trabajo por hacer. Oslo no es la ciudad perfecta. “Aunque nuestras dificultades sean pequeñas si nos comparamos con otros lugares del mundo. Aun así, mi ambición en esta legislatura es mejorar el transporte público: queremos reducir en un 20% los coches privados en los próximos cinco años. Además, para 2019 los automóviles ya no podrán circular por el centro, una medida que se ha recibido de forma muy positiva y que nos permitirá reducir la contaminación y liberar espacio para peatones y ciclistas. Las bicicletas eléctricas van a ser muy populares en los próximos años”, resume.
Con 658.390 habitantes y bordeada, al norte, por bosques de pinos y, al sur, por las aguas del fiordo, Oslo es una serena capital europea. Cada hora en punto se escuchan las melodías de Morgenstemning, de Edvard Grieg; Imagine, de John Lennon, o Changes, de David Bowie, procedentes del carillón del ayuntamiento. Abundan los silenciosos coches eléctricos –muy subvencionados por el Estado, ya hay más de 100.000 en las carreteras noruegas–. Y los oslenses, terminada la jornada laboral, se suben al metro para ir a esquiar un par de horas antes de regresar a casa. Urbanitas a su pesar, la cercanía de la naturaleza es un atenuante clave para reconciliarse con la vida en la ciudad. Sus compatriotas, explica Oliver Moystad, responsable de NORLA, agencia gubernamental encargada de la promoción de la literatura noruega en el extranjero, “no tienen ese anhelo de querer salir de su pueblo para vivir en la gran metrópoli. Nosotros nos trasladamos por trabajo, pero conservamos férreamente nuestra identidad local, por eso pueden escucharse dialectos de todo el país”.
En Oslo, el desempleo es del 3,4%, los ingresos medios por hogar alcanzaron en 2014 los 81.000 euros y el 91% de sus habitantes se declaran satisfechos con su situación económica. Ni siquiera ahora que los precios del petróleo caen y los despidos han sacudido Stavanger, capital noruega del oro negro, miran con incertidumbre al futuro. “Aquí, si no tienes trabajo, sabes que el Estado y su Fondo del Petróleo cuidarán de ti”, justifica el sociólogo Thomas Hylland Eriksen.
El río Aker surca la ciudad y traza una frontera socioeconómica entre el oeste, donde vive la clase adinerada, y el este, tradicionalmente de clase obrera, donde convive la mayoría inmigrante de la ciudad con barrios de moda como Grünerløkka, paradigma de la gentrificación, o Toyen. “Oslo es muy vivible si haces las paces con el invierno, que es oscuro y muy frío, pero tiene la escala perfecta: es lo suficientemente grande para ejercer de capital europea y lo suficientemente pequeña para moverse por ella con facilidad. Incluso la gente que vive en los suburbios del este, fundamentalmente inmigrantes, está a 20 minutos en transporte público del centro”, señala Eriksen.
En 2013, el semanario británico The Economist celebraba que Noruega no hubiera enloquecido tras el descubrimiento de petróleo –que quedó bajo control estatal– en el mar del Norte en diciembre de 1969. El hallazgo había transformado la economía del país, pero, alababa, no había echado a perder su cultura. Seguían encarnando la quintaesencia nórdica. “Oslo está excepcionalmente desprovista de los inmensos rascacielos y ostentosos centros comerciales que brotan en otras capitales del petróleo”, escribían. Pero el ambicioso proyecto de recuperación del litoral contradice tanto los elogios de la cabecera económica como esa austeridad tan arraigada en el ADN noruego: Oslo quiere dejar atrás su pasado de ciudad portuaria para proyectarse ante el mundo como la Ciudad del Fiordo, nombre que recibe el plan de recuperación de esa zona de costa que estremeció a Munch. En marcha desde el año 2000, cuando las grúas desaparezcan, previsiblemente en 2030, el terreno antes ocupado por astilleros y autopistas lo habrán conquistado museos, apartamentos de lujo, rascacielos y espacios de ocio. “Es evidente que es una expresión arquitectónica de nuestra riqueza, pero hasta ahora apenas había producido edificios simbólicos”, opina Kjartan Fløgstad.
La Ópera, proyectada por Snøhetta, el más internacional de los estudios arquitectónicos noruegos, se inauguró a orillas del fiordo en 2008. Desde su concepción, explica una antigua bailarina que ahora ejerce de guía, el edificio quería reflejar los valores locales, por eso es un espacio abierto a todo el mundo. Sin necesidad de abonar el precio de una entrada, se puede disfrutar de las vistas que ofrece el hall, comer en el restaurante o hacer uso de “los baños públicos más lujosos de Noruega”.
Junto a la Ópera ya se asientan los cimientos de la nueva Biblioteca Nacional y el Museo Munch. Y en el futuro también se trasladarán al puerto el Museo Nacional, el Museo de Artes Decorativas y Diseño, y el Museo de Arte Contemporáneo. Según Kjetil Trædal Thorsen, uno de los fundadores de Snøhetta, tamaño alarde arquitectónico tiene una explicación clara: “En Noruega llegamos tarde a la arquitectura porque hemos sido un país pobre y ahora estamos poniéndonos al día para alcanzar a otras capitales europeas”.
Aunque quizá, argumentan Johanne Borthne y Vilhelm Christensen, del estudio arquitectónico Superunion, las autoridades se hayan excedido con la concentración de instituciones culturales en esa franja de tierra de 225 hectáreas que ya domina y, sin duda, dominará los folletos turísticos de las próximas décadas. Bilbao tiene su Guggenheim; Sídney, su Ópera de Jorn Utzon; pero Oslo no tendrá rival. “Es como un ejercicio de acupuntura: están extirpando instituciones de distintas zonas de la ciudad para crear un litoral resplandeciente. Tiene un plan maestro para el fiordo, pero todavía nadie sabe qué va a pasar con esos edificios históricos que siguen cumpliendo perfectamente su función y que dejan vacíos”, arguye Borthne.
Con todo, en un país habituado al debate público, nadie ha cuestionado el proyecto de recuperación del fiordo –aunque sí han sido muy polémicos los rascacielos del distrito financiero y residencial conocido como Barcode y el nuevo Museo Munch, obra del español Juan Herreros–, una zona a la que los oslenses de su generación, explica la alcaldesa Borgen, ni siquiera osaban a asomarse. Sin embargo, ahora se puede pasear, ir en bicicleta, bañarse. Aún no es un lugar demasiado frecuentado, opina Eriksen, pero quizá sea una mera cuestión de tiempo. “Aunque mucho me temo que con esta remodelación estamos tratando de hacer algo que no se nos da muy bien. Noruega no va a reinventarse a través del urbanismo cosmopolita”.
En 2040, según proyecciones oficiales, Oslo alcanzará los 832.000 habitantes. Es una de las ciudades europeas que crece a mayor velocidad: un 22,3% en la última década. Y esa perspectiva preocupa a quienes tratan de encontrar su sitio en una capital sin posibilidad de desarrollarse, atrapada como está entre bosques y fiordos. ¿Es fácil encontrar vivienda asequible en Oslo? A la pregunta, un 84% de los oslenses respondieron rotundamente que no. Encogiéndose de hombros, Borgen asegura que no le sorprende la queja. “Tradicionalmente la política municipal se ha mantenido al margen de la vivienda, que quedaba en manos del mercado, y nosotros ahora estamos empezando a buscar soluciones. Es uno de nuestros principales desvelos. Como decía al principio, aunque no lo parezca, todavía tenemos mucho trabajo por hacer”.
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