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LA MEMORIA DEL SABOR
Columna
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Llama al fuego

Las llamas, que viven asilvestradas, se seleccionan cuando rondan los ocho meses de edad y se despostan antes de llevarlas al mercado

Llamas en el monte Chimborazo (Ecuador).
Llamas en el monte Chimborazo (Ecuador).Guillermo Granja (Reuters)

El plato es simple y sin la menor complicación. Un medallón de carne roja, marcada en los bordes y el interior prácticamente crudo, como si fuera el corazón de un rosbif de carne de ternera. A un lado una mashua y bajo la carne una crema verde hecha a base de acelgas que aparece envuelta en unas hojas, también de acelga, curadas en salmuera y secadas al aire como se hace con el charqui. Lo que más llama la atención está más allá de la preparación o la complicidad de los compañeros de viaje, en el origen de esa pieza rosada, tierna, sabrosa y brillante. Nunca lo hubiera adivinado si no me hubieran cantado el plato. Es carne de llama, un producto muy poco habitual en la alta cocina latinoamericana. Me lo sirve Juan Sebastián en el nuevo comedor de Quitu, donde lo han cocinado a partir de uno de los músculos que obtienen al deshuesar una pierna de llama joven.

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La sorpresa no llega sola. Está tierna y jugosa, frente a la correosa textura que suele mostrar la carne de llama —baja en grasa y con un alto contenido proteico, pero de trato complicado— y, además, es la segunda vez que me sirven esta carne en menos de un día. La primera formaba parte de la nueva propuesta culinaria de Alejo Chamorro en Nuema. La protagonista del plato era una fina lámina de carne que habían curado en una salmuera de hongos y acompañaban con yemas y amaranto. Repetía la ternura de la pieza de Quitu, aunque la presencia fuera más liviana. Las dos cocinas más representativas de la capital ecuatoriana coincidían, rescatando para sus menús una carne con la que pocos se atrevieron hasta ahora.

Es posible que las dos procedan de animales criados en régimen de pastoreo extensivo por las comunidades kichwa, en un cantón de la provincia de Cotopaxi llamado Saquisilí. Las llamas, que viven asilvestradas, se seleccionan cuando rondan los ocho meses de edad y se despostan antes de llevarlas al mercado. Lo normal es que llegue a los comedores de la región especializados en carne de chivo; es más barata y suele dar el pego.

La encuentro desde hace un par de años en los menús de Quitu, aunque con resultados muy diferentes al que acabo de ver. También aparece en otros restaurantes de la ciudad, aunque siempre rodeada de un halo extraño. La administración equipara la llama criada de esta manera a la carne de caza y mantiene una política restrictiva.

Según las crónicas, para cuando llegaron los españoles solo en el área que ocupa el actual Perú pastaban entre 45 y 48 millones de camélidos, principalmente llamas, además de alpacas, vicuñas o guanacos. El guanaco, parecido a la llama pero con otro pelaje y más chico, todavía es popular en algunas zonas de Chile, por lo general convertido en charqui, esas pequeñas tiras de carne saladas y secadas al sol tan utilizadas en las cocinas andinas. La alpaca también es habitual en algunas comarcas del Perú, sobre todo las más visitadas por el turismo, y se está haciendo notar en los comedores con pretensiones de la capital, Cuzco o el Valle Sagrado.

La llama había quedado en tercer o cuarto plano, arrinconada en los recovecos de la popular. Se consumía cruda en algunas ceremonias religiosas de los incas y así volvió a la alta cocina, sin pasar por el fuego. El camino se abrió desde la cocina de El Baqueano, en Buenos Aires, con el crudo (tartar, tártaro) de llama trabajado por Fernando Rivarola. Antes de eso había visto algunos intentos en Lima, pero nunca brillaron y acabaron siendo olvidados. Rivarola insistió y mantuvo la llama en su carta, recreando su crudo en cada temporada con nuevas versiones, unas veces simples y otras más alambicadas. La última, hace ocho o nueve meses, llegó con renovados compañeros de viaje: quinuas de tres colores —blanca, roja y negra—, un crujiente de amaranto y una salsa emulsionada a partir de ají panca molido.

En Gustu (La Paz) siguieron el mismo camino, concretado hoy en un tártaro con yema de huevo encurtida y capuchinas, y me dicen que acaba de llegar al menú de 99, en Santiago.

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