El regreso al pasado que nunca existió
Solo la política puede articular un esfuerzo global reconociendo la realidad común de una especie que necesita unirse más allá de las fronteras
En los últimos días, el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, ha determinado, como acto de gobierno, que las Fuerzas Armadas celebren el golpe de Estado de 1964, que inició una dictadura militar de 21 años marcada por secuestros, torturas, y asesinatos de civiles. Su canciller, Ernesto Araújo, ha defendido que “el nazismo es un fenómeno de izquierdas”. La falsificación del pasado como proyecto de gobierno transforma Brasil en el escaparate radical de un fenómeno más amplio. Del Brexit al trumpismo, el debate del presente ha abandonado el horizonte del futuro para dedicarse a pasados que nunca han existido.
La cantidad de delirio calculado de los gobiernos ultraderechistas que se expanden por el mundo es obvia. Pero hay algo más profundo, que es justamente lo que permite que caricaturas como Donald Trump y Bolsonaro consigan tanta adhesión: la dificultad de imaginar un futuro donde se pueda vivir ha alcanzado niveles inéditos, porque, por primera vez, el mañana se anuncia como catástrofe. No como una catástrofe posible, como en el período de la Guerra Fría y la bomba atómica. Sino como una catástrofe difícilmente evitable, ya que es casi seguro que la Tierra se caliente por lo menos dos grados centígrados.
La sensación de ningún futuro tiene como efecto subjetivo inventarse pasados a los que presuntamente se podría volver. Los británicos que votaron a favor del Brexit creen que podrán volver a una Inglaterra poderosa y sin inmigrantes. Los estadounidenses blancos del interior profundo creen que Trump les puede devolver una América donde los negros eran subalternos pasivos y, como ellos, cada cosa estaba en su lugar y cada uno podía vivir sabiendo qué lugar ocupaba cada cosa. Los electores de Bolsonaro niegan toda tortura y los asesinatos cometidos por los agentes del Estado durante la dictadura, o lo justifican, porque prefieren creer que vivían en un país donde había “orden” y “seguridad” —y “la familia es solo de un hombre con una mujer”— y pueden volver a vivir en él.
Este pasado simplista y sin tensiones jamás ha existido en ninguno de los ejemplos, ni en otros que se esparcen por el mundo. Pero, quizás, ante un desafío tan grande como la crisis climática, un pasado falso y un enemigo inventado sean más tranquilizadores que un futuro real que indudablemente será muy difícil.
Lo trágico es que la única forma de evitar un futuro todavía peor es mediante la política. Solo ella puede articular un esfuerzo global reconociendo la realidad común de una especie que necesita unirse más allá de las fronteras. Desgraciadamente, el único instrumento para crear un futuro posible es el que los nacionalismos a la derecha y a la izquierda niegan con tanto odio. Quien vive en el mundo real tiene que unirse a los estudiantes que ocupan las calles para exigir que los líderes globales vuelvan al planeta Tierra.
Traducción de Meritxell Almarza.
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