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CARTA BLANCA
Columna
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Necesito palabras

Una escena de infancia en el recuerdo. La autora inventó una vida para recordar a su hermano. Y quizás decidió escribir a partir de aquello

QUERIDO HERMANO:

Aunque no recuerdo bien nuestro último encuentro, sé, por la fotografía del álbum y porque nunca olvidaré esos días, que yo tenía 10 años, y tú, cinco meses. En algún libro escribí que los ojos no cambian, que son los mismos cuando crecemos. Quizás es una ilusión que inventé para hablar contigo: para mirarte a los ojos.

En estos días he pensado en esos detalles que van armando una vida: ¿A cuál de nosotros te parecerías? ¿Qué oficio habrías elegido? ¿Tendrías pareja o hijos? ¿Habría afinidad entre tú y yo; entre mis hijos y tú, o entre los tuyos y yo? ¿Te seguiría queriendo de esa forma como se quiere en la infancia?

Y tú, ¿me querrías?

Quizás la muerte se parece a esas imágenes que se van destiñendo en un álbum. Y aunque de ti hayan quedado pocas, aquí te veo congelado: congelados todos, en orden de estatura. Yo soy la mayor, y la única niña, y tú eres un niño de brazos. Después está ese paseo al que no te llevamos porque estabas resfriado —pero de eso no hay fotos—, y luego, el timbre de ese teléfono que nos hizo salir de la piscina —¿salir de la infancia?— y regresar a casa en silencio. Te llevan al hospital y nos dejan: papá, mamá y tú se van, y nosotros nos quedamos. No recuerdo quién nos acompaña a dormir ni cómo podemos dormir esa noche, sabiendo que no han llegado. Al otro día es lunes y nos levantan para ir al colegio. Estamos desayunando y los veo llegar.

Pero tú, ¿dónde estás?

Recuerdo haber visto esas caras y haber pensado, con una sensación absurda de culpa, que te podrías haber muerto. Recuerdo, luego, la culpa de saber que era cierto. La imagen siguiente soy yo, encerrada en el baño, llorando. (¿Por qué encerrada?). Luego llega familia de otra ciudad, que no vendría si no hubiera sido tan grave, y es tan grave que no vamos al colegio. Hay gente por toda la casa, pero a nosotros, los niños, nos sacan a otro paseo. En una heladería vacía, porque es lunes, la mejor amiga de mamá nos deja pedir de todo. Todavía la veo, y nos veo, cantando al regresar por fin, de noche, a la casa: “No tenemos ningún temor al lobo feroz”.

Nosotros no pudimos llorarte ni despedirte. Teníamos que estar felices y a salvo: teníamos que ser los niños. Al otro día regresamos al colegio y nunca les conté a mis amigas que tú te me habías muerto. Seguí hablando de ti. Te fui inventando una vida. Quizás decidí escribir para inventar otras vidas. Y quizás cada vez que defiendo la lucidez de la infancia estoy mirando esa escena: yo vuelvo a tener 10 años y vuelvo a verlos llegar. Y necesito palabras. Quizás mucho de lo que he querido hacer y escribir esté en esa imagen.

Si tantas veces he dicho que a los 10 años se sabe todo, que se puede hablar de todo, tal vez pienso en ti y pienso en mí, y en lo que no nos dijeron. En lo que quisiera haber dicho entonces y en lo que aún no sé cómo decir. En este país tan difícil que no alcanzaste a vivir, yo sigo buscando palabras.

Quizás por eso escribo: para envolverte en palabras.

Tu hermana, Yolanda. 

Yolanda Reyes es autora de 'Qué raro que me llame Federico' (Alfaguara).

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