El olvidado primer juego de ordenador de la historia está en Madrid y hoy se abre al mundo
Una exposición mundial de Google reivindica una máquina de 1912 desarrollada por Leonardo Torres Quevedo y guardada en una sala de la capital de España
El primer juego de ordenador de la historia no está expuesto en un importante museo de Silicon Valley, sino almacenado en un sótano de un edificio apartado en la Ciudad Universitaria de Madrid. El juguete, desarrollado entre 1912 y 1920, impresiona, porque es infinitamente más que un juguete. Se trata de una máquina —con sistemas electromecánicos hoy inservibles— que planteaba un final agónico de una partida de ajedrez. El humano, con el rey negro como única pieza, se enfrentaba al autómata, con torre y rey blancos. Hiciera lo que hiciera su rival, el aparato siempre ganaba, como mucho en 63 movimientos. Y, entonces, un gramófono incorporado proclamaba: “¡Jaque mate!”.
La máquina, conocida como El Ajedrecista, fue concebida por el inventor español Leonardo Torres Quevedo, posiblemente uno de los genios más desconocidos de la humanidad. Nació en 1852 en la aldea cántabra de Santa Cruz de Iguña, estudió ingeniería de caminos y apenas consagró unos meses a trabajos ferroviarios antes de abandonarlos para “dedicarse a pensar” en sus “cosas”. La primera “cosa” fue la invención en 1887 de un transbordador, un “vehículo que surca los aires, suspendido de cables, entre dos puntos elevados del terreno”. Todavía hoy sigue funcionando el que diseñó para sobrevolar las cataratas del Niágara, entre Canadá y EE UU.
El Ajedrecista también fue revolucionario, pero hoy solo puede contemplarse pidiendo cita previa en una recóndita sala de la Escuela de Ingenieros de Caminos de la Universidad Politécnica de Madrid. “Se le llama cariñosamente Museo Torres Quevedo, pero en realidad es un almacén”, lamenta Francisco A. González, un historiador de la ciencia especializado en el inventor. A partir de hoy, sin embargo, este pequeño y desconocido museo se abrirá al mundo, gracias a un acuerdo con la multinacional estadounidense Google que permitirá realizar una visita virtual desde cualquier parte del planeta dentro de una apabullante exposición interactiva sobre los inventos humanos.
“Torres Quevedo se adelantó demasiado a su tiempo”, apunta González, de la Universidad Complutense de Madrid. En 1948, rememora, el matemático estadounidense Norbert Wiener se preguntó en su pionero libro Cibernética si sería posible construir una máquina que jugase al ajedrez. “¡Torres Quevedo la había construido más de 30 años antes!”, proclama el historiador español.
En 1914, el inventor cántabro propuso una nueva ciencia: la automática. “Se necesita”, escribió, “que los autómatas tengan discernimiento [...]. Es necesario que los autómatas imiten a los seres vivos, ejecutando sus actos con arreglo a las impresiones que reciban y adaptando su conducta a las circunstancias”.
"Se le llama cariñosamente Museo Torres Quevedo, pero en realidad es un almacén", lamenta un historiador
“Este es el primer autómata de la historia de la humanidad”, afirma el ingeniero Manuel Romana señalando a una misteriosa máquina llena de cables en el Museo Torres Quevedo. Es el primer prototipo experimental de El Ajedrecista, construido en 1912 y todavía sin el aspecto reconocible de un juego de ajedrez que sí tiene la versión final de 1920. “Es una de las primeras manifestaciones de inteligencia artificial”, según confirma la exposición virtual de Google. Ese mismo año de 1912 nacía el británico Alan Turing, considerado internacionalmente uno de los padres de la inteligencia artificial. Cuando Torres Quevedo comenzaba a jugar al ajedrez contra sus propias máquinas en su laboratorio de Madrid, Turing solo era un bebé que balbuceaba.
Manuel Romana es desde 2005 el responsable del pequeño museo de la Escuela de Ingenieros de Caminos. Hace lo que puede. “El museo no tiene asignado presupuesto”, lamenta. Según sus cifras, apenas unas mil personas, incluyendo grupos de jubilados, visitaron la sala el año pasado, pese a que la entrada es gratuita.
En el almacén, no muy lejos de El Ajedrecista, se encuentra otro de los inventos geniales de Torres Quevedo: el telekino, considerado el primer mando a distancia de la historia. Concebido para manejar dirigibles por control remoto, el aparato enviaba órdenes con ondas electromagnéticas mediante un pulsador de telégrafo y la máquina receptora las convertía en movimiento a través de un código numérico. En 1904, el inventor logró mover un triciclo en el Frontón Beti Jai de Madrid con este dispositivo. Y, en 1906, el propio rey Alfonso XIII probó el telekino para mover a distancia una barca llena de gente por la ría de Bilbao.
“La ciencia en España lleva el nombre de Santiago Ramón y Cajal y la tecnología lleva el de Leonardo Torres Quevedo. Los dos forman la primera división y por debajo están, a una distancia abismal, todos los demás. Y los dos deberían estar en una sede del Museo Nacional de Ciencia y Tecnología”, sostiene el historiador Francisco A. González. El legado de Ramón y Cajal lleva desde 1989 metido en cajas en un edificio del CSIC en Madrid. La colección de Torres Quevedo, que él mismo donó a la Escuela de Ingenieros de Caminos en 1928, está prácticamente olvidada en un edificio construido en 1968 en la Ciudad Universitaria. “No conocen el museo ni los profesores de la escuela”, afirma González.
La nueva exposición internacional de Google, titulada Once upon a try, digitaliza por primera vez planos e ilustraciones de las complejas máquinas de Torres Quevedo. La exhibición —que incluye otras visitas virtuales por lugares asociados a descubrimientos, como la Estación Espacial Internacional y el acelerador de partículas europeo LHC— podría ayudar a que se reconozca mundialmente la figura del inventor español. Cuando murió de viejo en 1936, The New York Times publicó una breve necrológica dejando entrever un cierto escepticismo sobre las capacidades de El Ajedrecista. Quince años después, en 1951, el mismo diario divulgó otra noticia: “Un robot juega al ajedrez en París”. Era Gonzalo Torres Quevedo, el hijo de Leonardo, con la misma máquina que inventó su padre casi cuatro décadas antes.
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