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IDEAS
Columna
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Pureza

¿Quién es el pueblo? Nosotros. El otro no lo es. El otro es élite, cosmopolita

Enric González
Ofrenda floral al exilio español en la localidad francesa de Argèles-sur-Mer.
Ofrenda floral al exilio español en la localidad francesa de Argèles-sur-Mer.EFE/ Ballesteros

La pureza, como ideal, es algo muy peligroso. Que se lo pregunten a la iglesia católica. Tantos siglos de veneración a la pureza (Jesús nació sin coito previo y sin pecado original, luego se decidió que también María nació sin pecado, etcétera) acaban conduciendo a la atracción hacia los seres que consideramos más puros: los niños. Y de una cosa se pasa a la otra.

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No hace falta recordar que la pureza constituye el embrión de los totalitarismos y los integrismos. Los nazis soñaban con una raza aria pura y superior. El comunismo engendró el mito del hombre nuevo y puro. El ansia de pureza ideológica ha sido desde siempre el cáncer de los partidos que se consideran literalmente radicales y revolucionarios: por algo las purgas internas se llaman depuraciones. Cualquier sistema integrista siente la vocación de depurar y regenerar.

El populismo es la forma que adopta el integrismo en un marco más o menos democrático. Sabemos cómo funciona: se designa al otro, sea quien sea, como fuente de todos los males y como “enemigo del pueblo”. ¿Quién es el pueblo? Nosotros. El otro no lo es. El otro es élite, cosmopolita, antipatriótico, extranjero, cualquier cosa relacionada con lo espurio, es decir, lo no auténtico. El pueblo (nosotros) es puro y auténtico.

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A diferencia del populismo, el nacionalismo funciona dentro de cualquier marco. Su eficacia resulta admirable. Su capacidad de destrucción, también. El nacionalismo español nace con la guerra napoleónica y, por tanto, su esencia es antifrancesa. Hay quien le atribuye una cierta virtud original relacionándolo con las Cortes de Cádiz; se prefiere olvidar que el fervor con que arranca el siglo XIX español no desemboca en la vocación de convivencia de aquella Constitución llamada “Pepa”, sino en Fernando VII, en el absolutismo cerril y en la descalificación como “afrancesado” de cualquier persona liberal. Podría parecer una paradoja, pero no lo es, que el ideario de las Cortes de Cádiz solo triunfara casi al final del siglo siguiente, cuando España apostó por la integración en Europa y por el reconocimiento de su diversidad interna. Resultó que la auténtica regeneración era esa.

La diversidad, tan poco compatible con el ansia de pureza, está pasando de moda. Se aviene mal con los nacionalismos y los populismos. En Cataluña (y antes en el País Vasco) llevamos años trabajando por una pureza identitaria de matriz antiespañola y ya están casi completamente repartidos los carnés de “buen catalán” o “buen vasco”, y los contrarios. ¿Cómo iba a quedarse España al margen de estas tendencias? Empiezan a proferirse con desparpajo las frases que distinguen entre el “buen español” y el “mal español”. Otra vez. No señalo solamente a Vox o a la nueva gerencia del PP. En el juego de buenos y malos participan muchos, a izquierda y derecha, arriba y abajo.

Se trata de un juego que idiotiza. El pasado fin de semana, donde se extendieron los terribles campos de concentración franceses de Colliure y Argelès, unos cuantos cretinos llamaron “fascistas” a los exiliados republicanos y a sus descendientes; quizá también se referían a Antonio Machado, a quien el Gobierno español homenajeaba. Eran pocos, pero debían de sentirse puros. Cuidado con eso: el delirio de la pureza se contagia fácilmente.

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