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Columna
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Si los populistas son el problema, ¿cuál es la solución?

La rabia contra un sistema que ha beneficiado a unos pocos mueve a las sociedades que apoyan los estilos trumpianos

Antón Costas
RAFAEL RICOY

El estilo de Trump se propaga a otros países. El último seguidor es Jair Bolsonaro en Brasil. Pero vendrán más, porque su probable triunfo tendrá efectos en otros países de la región. Sucederá lo mismo en otros continentes, incluido Europa, donde las elecciones de mayo próximo pueden fortalecer muchos liderazgos de este tipo. Incluso en España. Trump da luz verde a los nuevos “hombres fuertes”, a los nuevos dictadores. Estamos ante una nueva internacional nacionalista populista.

El estilo trumpiano es políticamente autoritario y socialmente divisivo. Se apoya en la demonización de los progresistas y en teorías conspirativas. Su objetivo fundamental es deslegitimar el sistema político liberal y sus instituciones básicas. Por eso está penetrando en las instituciones, como el sistema judicial.

La propagación de este estilo no es circunstancial. Estamos ante un viraje del péndulo del ciclo político que lleva del liberalismo cosmopolita de las últimas tres décadas a un nuevo populismo nacionalista. Los regímenes políticos que trae este viraje no están basados en el juego competitivo de los partidos, sino en movimientos nacionales al servicio de esos “hombres fuertes”. Gobernantes autoritarios que se presentan a los ciudadanos como personas ajenas al sistema político tradicional y les prometen acabar con la globalización y el cosmopolitismo, revertir las políticas liberales de apoyo a las minorías, así como terminar con la corrupción política que ha acompañado al sistema parlamentario.

Si las élites no aceptan su gran responsabilidad en el ascenso de los líderes autoritarios, no podrán ser derrotados

La reacción hasta ahora de los progresistas ha consistido en demonizar a los populistas. Y en advertir a la sociedad de los peligros que corre la democracia, la convivencia social y el orden político económico liberal vigente desde la posguerra. Pero a pesar de esas advertencias el apoyo a los populistas no deja de aumentar. El motivo posiblemente es que para muchas personas la alternativa no puede ser el seguir votando a partidos y dirigentes que consideran corruptos y capturados por la nueva aristocracia del dinero surgida al calor de la globalización, las privatizaciones y el cosmopolitismo liberal y socialdemócrata de las “terceras vías” de los años noventa. Más que elegir a los populistas, lo que hacen muchos es rechazar el viejo y corrupto sistema político y un tipo de economía que juega en su contra.

La indignación de los progresistas contra los populistas está muy bien, pero no es suficiente para derrotarlos en las elecciones. La razón es que no están planteando bien la batalla. El problema no son los populistas, sino saber por qué tantas personas los apoyan pese a los riesgos que significan.

La razón de ese apoyo es, a mi juicio, la rabia que mueve a una gran parte de las sociedades contra un sistema que propició un crecimiento económico que ha beneficiado sólo a un puñado de gente muy rica y ha traído desigualdad y corrupción. Y que, a la vez, impulsó un cosmopolitismo que ahora es visto como una amenaza para los distintos estilos de vida que hay dentro de las sociedades nacionales. En el elegante ambiente de las reuniones de Davos, estas cuestiones no estaban presentes.

Mientras las élites no acepten que tienen una importante responsabilidad en el ascenso de los populistas, difícilmente se conseguirá derrotarlos. En este escenario político de ascenso de la extrema derecha, el triunfo de Emmanuel Macron en Francia —o el Gobierno socialista de Pedro Sánchez— puede ser el canto del cisne antes del triunfo total del populismo en Europa.

Este ascenso de los populistas autoritarios presagia un futuro negro para la democracia y la convivencia social, pero refleja también la existencia de un profundo deseo de cambio en nuestras sociedades. Este deseo de cambio es el espíritu de nuestra década. Los populistas lo han sabido captar y lo manipulan a su favor.

Este deseo de cambio es el reto al que tienen que enfrentarse los progresistas si quieren derrotar a los populistas. La experiencia de los años veinte y treinta es ilustrativa. También entonces había una fuerte demanda de cambio para acabar con un sistema político dominado por la aristocracia de la tierra. Su resistencia al cambio propició el ascenso del fascismo. Sólo el recién elegido presidente de Estados Unidos Franklin Delano Roosevelt supo dar una respuesta progresista con el new deal, del nuevo contrato social. Con él derrotó a los populistas y salvó a la democracia norteamericana, mientras Europa naufragaba. Ese vuelve a ser hoy el reto de los progresistas.

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