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NAVEGAR AL DESVÍO
Columna
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Historia de una sedición

Manuel Rivas

Donde una persona encontraba motivo para encarcelarme durante años, otra decidió que no había razón para enjaularme. No había delito. No había caso

A MÍ LA PALABRA sedición me resulta familiar. Sobre todo me hace evocar una mirada: el horror haciendo añicos los ojos de mi madre.

Fue mi madre quien abrió cuando llamaron a la puerta, golpeando con insistencia la aldaba. Vivíamos en una casa apartada que mi padre, albañil, había levantado con sus manos en un monte del extrarradio. Él ya se había ido. Madrugaba mucho. Desayunaba café negro bien cargado, un huevo fresco, bebido, y una aspirina. Y allá se iba, con su vértigo, a los andamios. A mí me despertó la aldaba, pero sobre todo una extraña voz de mando y las preguntas alarmadas de mi madre. Salí al pasillo. Y ella se volvió hacia mí, con aquella mirada: siglos de miedo. Y también de desesperación. Ella me había avisado con sus voces. Deseaba que saltase por la ventana, que desapareciese en el bosque. Me lo dijo más tarde, sin rodeos: “Aún estás a tiempo, ¡vete de este país!”.

Era un día lluvioso del otoño de 1977. Me dieron el tiempo justo para ponerme un anorak. Quien me llevaba detenido era una patrulla de la Policía Militar. Y fue un juez militar el que me tomó declaración. Yo trabajaba entonces de freelance y había publicado una crónica en el diario La Región informando de una masiva intoxicación alimentaria de soldados en el antiguo cuartel coruñés de Zalaeta. En el interrogatorio no se cuestionaban los hechos. El verdadero interés del instructor era la identidad de los informantes. Otros periodistas escribieron sobre el suceso, pero la noticia nunca salió impresa. Me negué a revelar las fuentes. Las cosas se complicaron cuando, tras dictamen del auditor de guerra, se acordó “elevar a causa el procedimiento previo nº 295/77”. Se me acusaba de un delito de sedición y se decretaba mi procesamiento para ser juzgado por un tribunal militar. Acababa de cumplir 20 años.

Hubo un relevo en la Capitanía General de la entonces VIII Región Militar. Por lo que se comentaba, un militar duro había sustituido a otro más duro. ¿O viceversa? Un día mi abogado recibió una comunicación verbal sorprendente. Tenía que presentarme ante el nuevo capitán general en su despacho. Fue una conversación muy breve. Me preguntó si había pretendido ofender a España y a su Ejército.

—No, señor —respondí—. Yo solo quería informar de una intoxicación alimentaria.

Me miró un rato en silencio. Creo que estaba desconcertado con semejante “enemigo”. Me dijo: “Bien. ¡Puede irse!”. Y me fui. Nunca más volví a saber de aquel asunto. ¿Qué me hubiera pasado de no haber ese relevo, de persistir el criterio del auditor de guerra y del instructor? Esa fue una de las cosas que pensé en aquel momento al salir del pazo de Capitanía General, en la Ciudad Vieja coruñesa. Pensé que el factor humano era más imprevisible de lo que parece. El profesor Caeiro, que era abogado y filósofo, nos había hablado un día en el instituto de la etimología y el significado de escrúpulo. Esos detalles fascinantes que nunca se te olvidan. En su origen, para los romanos, un escrúpulo era la más pequeña y ocasional unidad de peso, un guijarro diminuto, una piedrecita, una arena, una china, que podía equilibrar lo desequilibrado. Así nos lo explicaba. En alguna parte de mi proceso había aparecido un escrúpulo. Donde una persona, o una cadena de mando, encontraba motivo para encarcelar durante años a un joven, y aterrorizar a su familia, otra persona llegó a una conclusión bien diferente: no había razón para enjaular a nadie. No había delito. No había caso.

Mi proceso de sedición quedó en una irrelevante anécdota personal. Lo que recuerdo de aquel episodio fue el desgarro, los añicos, las vísceras de la historia en la mirada de mi madre. Y esa idea obsesiva del escrúpulo.

He vuelto muchas veces a esa imagen de la unidad de medida que contrapesa la injusticia. El escrúpulo, en uno de los momentos extraordinarios de la boca de la literatura universal, el capítulo de Los miserables, de Victor Hugo, cuando el antiguo oficial de prisiones y policía Javert, encarnación absoluta del orden, entra en crisis. El implacable perseguidor de Jean Valjean, a quien consideraba paradigma del “fuera de la ley”, cambia su mirada: “La posibilidad de una lágrima en los ojos de la ley”. Esta es la transformación de Javert: “Le acometían escrúpulos de una clase desconocida”. Al dejar en libertad a Valjean, se pregunta: “¿Qué hice? ¿Mi deber? No. Algo más”.

Hay muchas cosas preocupantes en el horizonte español, pero, al menos, a ver si tenemos este año una suficiente cosecha de escrúpulos para respetar las libertades. 

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