Bogotá, la ciudad rescatada
Más de nueve millones de personas pueblan Bogotá. Hace un cuarto de siglo, vivir aquí sonaba a condena. A una ciudad fallida con tasas de homicidio de un país en guerra. La calle era una selva sin ley, entre sombras del narco y la guerrilla. La desigualdad permanece mientras florecen un turismo y unas clases acomodadas que moldean un nuevo perfil de la capital de Colombia. Segunda entrega de una serie en la que Martín Caparrós toma el pulso a grandes urbes de Latinoamérica
EN EL CIELO DE BOGOTÁ siempre hay alguna nube: sol y unas nubes, lluvia y todo nubes, tormenta y nubarrones, una luna y sus nubes, plateadas, grises, blancas, siempre alguna, nunca un cielo completamente despejado. Quizá eso explique todo —o casi todo.
Ahora llueve y don Mario me sonríe como debe sonreír a sus clientes; yo le digo que por suerte todavía no soy y él quiere saber de dónde vengo; se lo digo, le pregunto si él es de acá y me dice que sí: de acá, del barrio, pero que todo esto cambió tanto. Le pregunto si cambió para bien, si le llegan cada vez más viejos, y él me dice que no, que últimamente le llegan muchos jóvenes: que sí, que ahora por cualquier cosa se dan cuchillo o plomo y que eso no era así en sus tiempos, que en sus tiempos se agarraban a puños, pero que ahora no, que ahora terminan acá, me dice, y extiende un brazo como quien enseña.
—Yo no me quejo, es mi negocio. Pero qué bobada.
Alrededor, más allá de su brazo, relumbran ataúdes de diferentes formas y ambiciones. Don Mario me explica que los más chiquitos son para los que no supieron ni nacer, me dice, y esos un poco más allá son para los que sí nacieron y se murieron al día siguiente, a los dos días, ahí en el hospital. Y al fondo los más grandes, sus herrajes de bronce o de latón, según los precios.
—Nada muy caro, acá no somos pretenciosos. Hay algunos que parece que en lugar de morirse se fueran a casar. Como si todavía quisieran impresionar a alguien.
Don Mario tiene setenta y tantos años; su Casa Funerales Gámez ofrece los cajones y tres salas para los velorios. Está en un barrio duro del Sur de Bogotá: mucho vago, mucha droga, me dice, pero dice que tampoco importa, y que él de todas formas ya no le tiene miedo a nada. Yo le digo que quizá miedo no, pero si no le gustaría más haber hecho otra cosa.
—No, para mí está bien pasarse la vida entre los muertos, joden menos. Siempre viví así, mi padre lo fundó y yo acá siempre. Son menos malos los muertos que los vivos.
Me dice —lo debe haber dicho tantas veces— y me sonríe con sus pocos dientes. Don Mario es atildado: camisa blanca con el cuello abierto, mejillas afeitadas, el pelo bien cortado; se ve que sus clientes le exigen ciertos modos. Lo complican los dientes: pronuncia raro, habla escupiendo.
—¿Y no le da como tristeza?
—No, hay gente que no le gusta cuando hay que abrir al muerto, pero uno se costumbra a todo. Somos tan costumbrados, las personas. Y al final el hígado, el corazón, todo eso, es como los marranos: carne, nada muy especial. No hay que contarse historias.
—¿Y de verdad le parece que antes se mataban menos?
Don Mario piensa, espanta moscas con la mano izquierda.
—La verdad que no sé. Antes también se mataban bastante, ¿no? ¿Usted qué cree?
Siempre hay gente que dice que todo tiempo pasado fue mejor. En Bogotá, sin embargo, son los menos.
Bogotá está a 2.600 metros sobre el nivel del mar: aislada, con ese aire tacaño de la altura. Con el frío de la altura, la lluvia de la altura. Así que llueve, porque aquí siempre llueve o como sí
Hace unos años no había turismo en Bogotá. En uno de los países más atractivos del continente la guerra repelía; en una de las ciudades menos glamorosas venían pocos
Al Norte, las calles son más anchas y más limpias, las casas más nuevas y más altas, las tiendas más pretenciosas y más caras, las personas —con perdón— más blancas
En 20 años Cazucá se convirtió en ese amasijo donde viven más de 100.000 personas. Aquí —y en las comunas vecinas, como Ciudad Bolívar— la violencia siempre fue implacable
Colombia siempre fue un país radicalmente musical con una capital que no bailaba. Ahora los bogotanos se han levantado y bailan. Se ha convertido en un gesto de valor e independencia
Durante siglo y medio Bogotá debió gobernar un país que no podía controlar: su geografía quebrada le hacía imposible ejercer ese poder. El Estado no llegaba en gran medida