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CARTA BLANCA
Columna
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En el nombre del padre

Una misiva al cineasta Jaime de Armiñán de su hijo, rememorando su eterno amor por la escritura ya fuera con bolígrafo, máquina de escribir u ordenador

QUERIDO PADRE: Desde muy pequeño hemos compartido gustos y aficiones: el café muy fuerte, el amor infinito por el cocido madrileño y las chimeneas, el fútbol —cuando estaba mal visto por la intelectualidad ser aficionado—, los toros, la política, leer el periódico juntos después de desayunar, la Segunda República y el amor por los libros, como objetos y por sus sentimientos, transmitido por nuestros ancestros: los Oliver-Cobeña y los Armiñán-Odriozola.

Te he querido y te quiero, tú —a tu manera, como has hecho siempre— me has querido y me quieres.

Me has enseñado, con tu ejemplo y virtudes, a transitar por la vida, pero, sobre todo, he aprendido mucho de tus defectos. Defectos que también hemos compartido; sigo luchando denodadamente contra ellos y no estoy dispuesto a compartirlos ni transmitirlos a mis hijos, sobre todo por ti.

Te has movido en muchas disciplinas artísticas, pero en la faceta que más te admiro —también de la que siento más orgullo y envidia— es en la de escritor. Es donde mejor te manejas. No dependes de nadie y puedes ser tú mismo, desplegando tu desbordante fantasía y tu gran talento. Tus guiones siempre han sido auténticas obras literarias y, como tales, yo las leía y disfrutaba.

Igual que para tu padre, el abuelo Luis, y para tu abuela, la actriz Carmen Cobeña, tu trabajo era tu prioridad. Lo mamaste en casa y lo llevabas muy dentro, por encima de cualquier cosa. Siempre lo he comprendido y respetado, era tu elección y estabas en tu derecho.

Escribías para ti y para los futuros lectores, y nunca supe muy bien cuál era el orden, aunque creo que los segundos eran los elegidos. Algunas veces te escuché decir que un libro —una película, una obra de teatro, un artículo— sin sus lectores carecía de sentido. Por eso te importaba tanto la opinión sobre tu obra y no te gustaban nada las críticas adversas.

Has luchado con tenacidad contra el olvido, el tuyo y el de los demás, como solo tú sabías hacer; escribiendo todos los días del año. Desde que te conozco lo has hecho siempre, sin respetar domingos, ni, mucho menos, fiestas de guardar. Has escrito de todas las maneras que la vida y los avances tecnológicos te han puesto delante. Empezaste con un bolígrafo, seguiste con una máquina de escribir, después una máquina de escribir eléctrica —­ahí comenzó tu lucha contra las nuevas tecnologías—, y terminaste con un ordenador que se convirtió en tu herramienta de trabajo y en un enemigo feroz. En tus momentos de mayor desesperación lo llamabas ser infernal y caprichoso y te cagabas en la madre de Bill Gates o de quien hubiera inventado aquel maldito trasto.

Tienes 91 años, lindando con los 92, y tu hermosa y poderosa cabecita se está yendo por los cerros de Úbeda, eso dicen algunos.

Has vuelto al bolígrafo y al papel. No escribes todos los días, respetas alguna fiesta de guardar y muchos domingos. Has aparcado tu orgullo, tu vanidad y tus frustraciones. Aceptas las críticas con una sonrisa y te importa muy poco lo que piensen los demás.

Aunque te aburras un poco, eres feliz, ves cosas que los demás no vemos —hablas con mi madre, Elena Santonja; yo hace dos años que no puedo—, te tiras pedos y, sobre todo, dejas aflorar tus sentimientos y me das y pides besos con una frecuencia inusitada.

Como decía Rilke, “la infancia es nuestra verdadera patria”. Has vuelto a tu patria y eres el niño de nueve años que se divertía mientras España se desangraba en una terrible guerra civil. 

Eduardo Armiñán es guionista.

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