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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Justicia única

No se juzga a dirigentes que reclamaban libertades sino que querían arrebatarlas

El País
La ministra de Justicia, Dolores Delgado, tras reunirse con la cúpula judicial y fiscal de Cataluña y trasladarles el apoyo del Gobierno.
La ministra de Justicia, Dolores Delgado, tras reunirse con la cúpula judicial y fiscal de Cataluña y trasladarles el apoyo del Gobierno.Alejandro García (EFE)

El inminente inicio del juicio a los políticos catalanes responsables del procés está siendo abordado por el independentismo como una oportunidad, quizá la última, para realizar una demostración de fuerza que permita mantener viva la quimera de la secesión por vías de hecho. Los dirigentes que comparecerán ante el Tribunal Supremo no lo harán porque sus ideas estén prohibidas ni por haber dado voz a un pueblo que no puede expresarse, según repiten con intención propagandística para justificar con invocaciones a la democracia los delitos contra el Estado de derecho que presuntamente cometieron.

Los sistemas garantistas, como el que rige en España, eximen del deber de decir la verdad a los inculpados en cualquier causa penal, pero eso no se traduce en la obligación de convalidar la falacia. En este sentido, ni la democracia que los dirigentes independentistas invocan con la pretensión de ser sus oráculos, ni tampoco el Estado de derecho que han intentado desprestigiar sin conseguirlo, amparan el atropello que llevaron a cabo durante los meses de septiembre y octubre de 2017 contra los derechos civiles, las libertades ciudadanas, las instituciones representativas, y hasta los espacios públicos, de la mayoría de ciudadanos de Cataluña que rechaza el programa de la secesión. Si en los próximos días se sentarán en el banquillo no es por haber reclamado como ciudadanos indefensos una libertad que la Constitución no niega a Cataluña, sino por haber intentado arrebatársela como gobernantes despóticos a los catalanes que no comulgan con el credo independentista.

Una parte de los procesados ha dejado entrever su intención de convertir las jornadas de la vista oral en un proceso político contra el tribunal que les juzga, y, por extensión, contra el sistema institucional del que ese tribunal forma parte. La idea que subyace a esta estrategia es que la justicia europea dejará en evidencia la falta de independencia de la española. Por descontado, cualquier ciudadano está en su derecho de escoger la vía de defensa que considere más adecuada ante un tribunal, sea técnica o política. Pero ninguna de ambas alternativas permite considerar la justicia española como distinta de la europea, puesto que es el propio sistema español el que establece que las sentencias de los tribunales internos pueden ser recurridas en Estrasburgo.

Al contrario de lo que parecen sugerir los dirigentes independentistas al confundir la existencia de dos instancias sucesivas con la de dos justicias diferentes, España no es un país autoritario al que Europa acabará desenmascarando, sino un país democrático comprometido con la construcción de esa Europa a cuyo tribunal podrán recurrir si lo desean. Quienes han defendido la sujeción de los tribunales al Ejecutivo son precisamente ellos, como recoge en su inquietante articulado la ley de transición a la República que hicieron aprobar por una mayoría simple del Parlament. Es de esa ley, como también de otros delitos, de lo que tendrán que responder ante una justicia única que arrancará con las sentencias de unos tribunales en Madrid y Barcelona, y concluirá con la de otro en Estrasburgo.

Convertir el juicio en un espectáculo, amplificado por las eventuales movilizaciones a las que tanto suele recurrir el president Torra, más inclinado a la agitación que a la gestión de Gobierno, no exime a la parte que acusa ni a la que se defiende de aportar pruebas contrastadas y emplear argumentos jurídicos acordes a las leyes. Iniciado el proceso judicial, y agotada cada una de sus instancias, la sentencia final no habrá recaído sobre ninguna nación sojuzgada, sino sobre unos dirigentes políticos que habrán hecho uso del derecho de defensa que le asiste en un sistema democrático, o lo habrán dilapidado.

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