Caracas, la ciudad herida (parte II)
Mientras peor está, más te provoca quedarte, porque te sientes responsable; sientes que lo que puedas hacer, por poco que sea, se hace más necesario todavía.
Me dice Verónica. Caminamos por un pasillo tenebroso; Verónica tiene 22 años, está terminando medicina en la Universidad Central de Venezuela y hace prácticas en su Hospital Clínico, uno de los más prestigiosos del país. Sus pasillos no tienen luz, sus servicios no tienen agua, sus médicos y sus pacientes no tienen algodón, vendas, agujas, medicinas.
—Y ni siquiera te dejan traerlos. El año pasado una amiga mía que vive en España me mandó muchas cosas. Yo tenía miedo de que si las traía me iban a parar a la entrada y me iban a acusar de vaya a saber qué, así que las repartí entre los compañeros y las fuimos entrando de contrabando.
El hospital es un edificio espléndido, obra del mejor arquitecto venezolano del siglo pasado, Carlos Villanueva. Supo tener 1.200 camas ocupadas y ahora no; hay muchas salas grandes luminosas, vacías, con viejas camas destartaladas arrumbadas, vacías. Y los pasillos oscuros y en los pasillos muchas puertas cerradas despintadas y sobre algunas puertas un cartel escrito a mano: “Ojo, Contaminado”. Lo que está lleno son las escaleras: los ascensores no funcionan y los pacientes no tienen más remedio que subir a pie: obstetricia, digamos, piso 10. En las pocas camas ocupadas las pacientes usan sus propias mantas, sus jeringas y gasas, su comida. Las cifras son confusas —aquí todas las cifras son confusas—, pero datos del Ministerio de Salud dicen que la mortalidad materna e infantil se multiplicó varias veces en los últimos años.
Una Encuesta Nacional de Hospitales —noviembre de 2018— informó que el 43 por ciento de los laboratorios hospitalarios está fuera de servicio, igual que un tercio de los equipos de rayos y de ecografías y de las camas. Y todos saben que conseguir medicinas es una lucha a muerte.
Más allá, los demás edificios de la universidad emergen de su bosque: el conjunto —también de Villanueva— fue declarado patrimonio de la humanidad. Audacia moderna de los años cincuentas entre árboles de todos los tiempos, esculturas, murales, docenas de miles de estudiantes, docentes que migran porque ya no les pagan. O, mejor: cobran sueldos que son un chiste o una burla. Ahora anunciaron que el salario mensual de un profesor subiría a 5.000 soberanos: unos 10 euros. Según las carreras, entre el 40 y el 80 por ciento de los docentes dejaron sus puestos en los tres últimos años.
En el hall de la Facultad de Ciencias Económicas hay muchachos y muchachas que comen su vianda, charlan, leen, usan sus “canaimitas”: es el ordenador que repartía el Gobierno. Son pequeñas, blancas, nada sofisticadas, pero permitieron que miles y miles accedieran a la máquina por primera vez. En un costado hay una puerta con un cartel de plástico que dice “Caballeros” y, encima, otro de papel: “Favor no utilizar el baño. No hay agua”. Al lado, en una cartelera, hay un dibujo impreso: “¿Qué siente al ser considerado uno de los investigadores más importantes del país?”, le pregunta, micro en mano, un periodista a un señor de bata blanca, que le contesta: “Hambre”.
—Sí, no te voy a mentir. Aquí también tenemos tres comedores populares, para los niños que las mamás no tienen… Ahorita atendemos a 75 chamos de aquí del urbanismo, que tú ves que si desayunan no almuerzan, o si almuerzan no cenan… Son muchachitos de pobreza extrema, con su cuadro de desnutrición, flaquitos.
Dice Francisco, y la voz se le quiebra.
—Hace dos años tenía 11 comedores, porque les dábamos a todos los niños hasta los 13 años, que ninguno se quedara sin comer. Ahora, como todo se reduce, solamente podemos atender a los más vulnerables.
Francisco es fornido, moreno, cincuentón, el pelo cano muy al ras, y es el “vocero” —el jefe político— de los 18 conjuntos de viviendas populares de la parroquia El Paraíso, en el oeste de Caracas. Son unas 4.000 familias que ocupan los edificios construidos por la Misión Vivienda del Gobierno chavista: cada conjunto se llama, en su lengua de batalla, un “urbanismo”.
—Y no te imaginas, compañero, los líos que se pueden formar entre tantas personas. Solo para convencerlos de que limpien la basura es una lucha. Con lo sabroso que es tenerlo limpio…
La Misión Vivienda es una movida fuerte de estos años: solo en Caracas hay 123 conjuntos —y todos ostentan en el frente la enorme firma de Hugo Chávez. Son edificios entre 4 y 12 pisos; los más viejos todavía parecen soviéticos, los más nuevos ya parecen chinos. Están por toda la ciudad, incluso en las zonas de grandes oficinas de las grandes avenidas: hay quienes dicen que el Gobierno lo hizo para cambiar la relación de fuerza electoral en esas zonas; lo cierto es que muchos miles de personas consiguieron un techo.
Francisco vive aquí, en el urbanismo La Fuente, nueve edificios bajos, las azoteas ocupadas por pequeñas plantaciones. La “agricultura urbana” intenta remediar la falta de alimentos frescos: son bandejas de madera donde crecen, modestas, remolachas, cebollas, pimientos, fresas, tomates, rábanos. Francisco me cuenta que le costó mucho recuperar esos espacios, que al principio los muchachos del urbanismo los usaban para hacer sus cosas:
—Era una bulla imposible, aquí no se podía vivir. Los venezolanos son muy bochinchones, muy rumberos, y la cosa se fue para otro lado, había mucha droga, mucha broma, prostitución, los chamos con pistolas, hubo que pararlos.
Y que se resistieron y lo amenazaron con sus armas, pero él les dijo que también venía de un barrio y que si tenemos que matarnos vamos a echarle pichón, dice que dijo, y que echarle pichón significa cruzarse a balazos.
—Acá el presidente Chávez nos dio una vivienda digna para vivir viviendo, no para vivir muriendo.
Dice Francisco.
En su vida anterior, Francisco pintaba y montaba carteles de publicidad: vivía casi tranquilo en El Valle, un suburbio de Caracas, hasta aquella noche de tormenta en que todo cayó: en 2010 la montaña se tragó miles de casas, y la suya. Tres años pasó Francisco de refugiado en un cuartel con su esposa y tres hijos. No fue fácil, dice: compartían el cuarto con otras 50 o 60 personas y las colas en el baño, las peleas, las normas militares, el toque de queda al caer la tarde.
—Estaba jodida la vida ahí, compañero. Pero el hombre se acostumbra a cualquier cosa.
Poco a poco los urbanismos, proyectados para sacar a la gente de los barrios, se fueron llenando con las víctimas del desastre natural.
—Y también hubo algunos que aprovecharon la oportunidad y se colearon. Y hay gente que tenía la necesidad y todavía está esperando.
Francisco trabaja con los ministerios para distribuir en toda la parroquia, donde viven 23.000 familias, las cajas CLAP, los huevos, el queso, un tratamiento, una silla de ruedas, los remedios escasos.
—Acá tenemos gente de oposición, contrarrevolucionarios, pero yo también tengo que atenderlos, es mi trabajo. Ellos también son venezolanos, son seres humanos.
—¿Pero si viene un chavista lo atienden mejor, o no?
—Bueno, claro, claro. Pero tenemos que atender a todos, sus medicinas, su comida, que ahora está difícil por la guerra económica. A todos los atendemos, porque la revolución es así.
Su móvil suena mucho: Francisco tiene un bluyín gastado, las zapatillas blancas, piernas y brazos cortos, la panza poderosa. Me dice que cobra un sueldo por su trabajo político, pero que no es mucho; lo bueno, dice, es que “en el estado mayor nosotros tenemos nuestros beneficios, una cajita CLAP, un combo de las verduras que van llegando, el pescado, el queso”. Y los fines de semana lo completa preparando las cremas para una heladería de la zona. Francisco me explica que los tienen bloqueados, que por eso faltan medicinas y comida, pero que Venezuela es un país muy noble y que están preparados para lo que sea.
—La cosa no está fácil. Yo tengo fe que esto va a mejorar, que vamos a salir de esto, que vamos a tener un buen proceso revolucionario si Dios quiere.
Dice, y que ahora están haciendo un trabajo de convencimiento, porque hay gente que está confundida, que la oposición les lavó el cerebro.
—Te dicen que eran chavistas pero no son maduristas. O te dicen que ahora no son ni chavistas ni opositores. Aquí tengo personas que han vendido sus viviendas. ¿Cómo tú vas a vender una vivienda que te han dado porque la tuya se había caído en la tragedia, compañero? Pero ya tenemos como 20 familias que se han ido del país y algunos han dejado sus viviendas cerradas, guardadas, y mientras hay gente que las necesita, chavistas comprometidos que darían la vida por una vivienda.
La ciudad es -por definición- un espacio de cruce, de mezclas, la espera de lo inesperado. Aquí lo inesperado es el terror y las mezclas se evitan. La paranoia es discriminación pura
Veinte familias sobre 153 es más que el 10 por ciento de migrantes que se calcula en el total del país en los cuatro últimos años.
—Y todavía hay muchos temas que tenemos que resolver, claro. Tenemos el tema de la basura, que nos está comiendo, y el tema del alumbrado, el tema del agua, de la alimentación, de los asaltos, que ahí enfrente los otros días unos malandros en una moto mataron a un muchacho del urbanismo, aquí, como en la puerta. Ese es el problema que tenemos en Venezuela, acá se mata demasiado. Para sacarte un teléfono, una platica, van y te matan. No sé, será porque somos así, que no nos gusta trabajar, que queremos conseguir todo más rápido, más fácil.
La ciudad es —por definición— un espacio de cruce, de mezclas, la espera de lo inesperado. Aquí lo inesperado es el terror y las mezclas se evitan. La paranoia callejera es discriminación en su estado más puro, más justificado: el paseante con miedo se siente —con razón, con razones— mucho más amenazado por un joven que por una vieja, por un oscuro que por una clara, por una capucha que por un traje de tres piezas. La paranoia es discriminación en acto, racismo en acto, otra manera de partir el mundo.
Son dos ciudades, una ciudad partida. En 2017, cuando las protestas y peleas que duraron semanas, buena parte del trabajo de la policía y los “colectivos” chavistas consistió en cuidar la frontera: cerrar el paso a los manifestantes para que no pudieran llegar al centro, confinarlos en su zona rica, impedirles contaminar el resto.
Y la división se mantiene en los tiempos de paz: el este es “sifrino” —pijo, gomelo, fresa, cheto— y el oeste es popular o, por lo menos, ese es el esquema. Una ciudad partida en dos, tan dividida.
—Buenas noches, miamor. ¿Qué te apetece?
Aquí todos dicen miamor todo el tiempo, pero supongo que no es nada distintivo: a veces me parece que en Caracas todos dicen miamor todo el tiempo. Aquí hay palmeras, sillas de diseño, esa música de la que solo se oye el bumbumbum, inundación de rubias, monitores con un juego de béisbol y platos a 15 o 20 euros, la burrada.
—¿Qué te traigo, miamor? ¿Un whiskicito?
Hubo tiempos en que Caracas era la capital mundial del whisky: el lugar del mundo donde más whisky se tomaba. Ya no es, pero quedan, por supuesto, los reductos. Este restaurante-bar-baile para ricos en el corazón de Altamira intenta conseguir lo que suelen buscar estos lugares: simular que no están donde están, borrar rastros locales, llevarte al otro mundo. Aquí hay jovencitos que muestran a los gritos que a papá le fue bien, jóvenes que muestran que a ellos mismos. Aquí hay dinero más o menos viejo y hay, también, ese dinero nuevo que algunos fueron haciendo en estos años: son los “enchufaos”, que se dividen en dos categorías: la primera generación de negocios con el Estado —los “boliburgueses”, que lucraron sobre todo en vida del comandante Chávez— y sus sucesores actuales, los “bolichicos”, muchachos jóvenes que casi llegan tarde. Los dos comparten cierta base: la mayoría de sus negocios tiene que ver con trucos de importación y exportación y las cotas del dólar y los ardides con las mercaderías. Aquí abajo, en el sótano, dicen, hay un casino más o menos secreto donde se juegan fortunitas. Y abajo y arriba las mujeres: visibles, estridentes. Mujeres que se rematan con sus suplementos: el suplemento de colores en la cara, el suplemento de dorados en el pelo, el suplemento de volumen en las tetas, el suplemento de altura en los zapatos. Hay países donde triunfan las mujeres aumentadas: Caracas sigue siendo la capital de un país que ganaba reinados de belleza a fuerza de siliconas y quirófanos, un país donde a menudo el regalo de gala para la quinceañera eran dos o tres tetas.
—¿Hay punto?
Al fondo de la plaza hay una gran pintada que dibuja los límites: “Territorio chavista: aquí no se habla mal de Chávez. Tampoco de Maduro”; la firma un Movimiento Revolucionario 23 de Octubre, y la decoran banderitas nacionales. No está muy claro que se cumpla: la plaza está llena de hombres grandes, cientos de hombres grandes, caras y manos muy curtidas. Los hombres grandes hacen corros, hacen colas, duermen sobre sus bolsos, escuchan a un cantor llanero: el Pollito de Sanare les canta con su guitarra de dos trastes. Son trabajadores del petróleo que reclaman unos bonos que les debe la empresa nacional, Pdvsa, hace más de 10 años. Dos me explican que esto del petróleo ya pasó, que ahora en el petróleo no hay trabajo, que se han tenido que ir al monte a cultivar, que sacan su maíz pero que el Gobierno los obliga a venderlo a un precio que ni paga los gastos: que por lo menos se lo pueden comer y la suerte que tienen. Un vendedor vocea el café “solidario, socialista, revolucionario”, pero tampoco vende mucho; unos muchachos reparten platos de plástico con sopa. El cantante llanero termina su canción, pide un aplauso para la cultura popular, pasa el sombrero; en un país sin billetes, hombres sin dinero le entregan al cantante su moneda.
—¿Hay punto?
—Sí, claro que hay punto.
El centro de Caracas es, me dicen, territorio chavista.
Una ciudad llena de caras, con dos caras y media: Bolívar, Chávez y un poco de Maduro, pero siempre detrás de los dos grandes. Una ciudad que, como todas, exige aprendizajes. Veo, pintado en blanco y negro sobre un gran paredón, un dibujo que me parece abstracto, manchas negras sobre fondo blanco. Pregunto y Andrea y Álvaro, el conductor, se ríen: son los ojos de Chávez. Aquí, me dicen, están por todas partes; aquí no hay nadie que no los reconozca.
Aquí no hay nadie que no los vea mirarte.
Pero ya no hay perezosos. Hace 40 años, cuando vine por primera vez, lo que más me impresionó fueron unos animales colgados de los árboles de la plaza Bolívar, la plaza central de la colonia. Los llamaban perezas —yo los llamaba marmotas— y eran unos medio monos que vivían en las ramas de esos árboles y se movían como si no se movieran: lentos, lentos, casi imperceptibles. Esos animales, entonces, me habían parecido una metáfora de algo. Eran tiempos felices: cuando la lentitud podía ser el problema. Ahora, en cambio, Caracas es una ciudad eléctrica, llena de personas que no pueden darse el lujo de tardar porque temen que alguien los alcance —y porque deben buscarse la vida todo el tiempo, a jornada completa.
En la calle hay basura, personas rebuscando comida en la basura.
Y no es fácil moverse: en Caracas no hay direcciones. No, por lo menos, en el sentido cartesiano que sabemos: un nombre, un número, un punto preciso. Te dicen sí, es en la calle tal cerca de la avenida cual, donde está esa ceiba tan grande, enfrente de la panadería —por ejemplo, aunque a menudo cae un árbol, un negocio cierra.
—¿Hay punto?
—Sí, claro, cómo no va a haber punto.
Adentro del mercado, afuera, en las calles convertidas en mercado, miles buscan con su bolsa en la mano: ávidos, lo que encuentren. Obsesión por el consumo, pelea por la mercancía
Punto es la palabra clave: así se llama el proceso de pagar con tarjeta. Todos lo aceptan, no hay otra manera. Y un quiosco de diarios, por ejemplo, que no puede permitirse el datáfono, se busca un negocio más o menos próximo que le cobre sus ventas. Pides el periódico, te escriben un papelito que dice el precio: 30 soberanos. Entonces caminas hasta el negocio, que te recarga un porcentaje: le pagas, digamos, 36, te firman el papelito, vuelves al quiosco, entregas el papel, te entregan el periódico; cinco minutos para comprar el diario.
El tiempo que se emplea —que se pierde— en hacer cosas que no eran necesarias: buscar jabón o mantequilla o huevos en cuatro supermercados diferentes, salir de casa una hora antes para tratar de conseguir transporte, correr a casa a la hora en que dijeron que darían el agua.
Una ciudad de personas con temores: personas que viven con el miedo de que se vaya la luz, de que no llegue el agua, que les rechacen la tarjeta, que el aumento del transporte los deje varados, que algo más deje de funcionar, que la comida se acabe de una vez por todas, que el Gobierno decida vaya a saber qué, que esta noche en una calle oscura: que viven asustados, sin saber por dónde va a llegar, atormentados.
En Catia hay huevos. En Catia hay miles de personas lanzadas a las compras de mañana de sábado, hay charcos en el suelo, hay basura en el suelo, hay docenas de vendedores en el suelo y hay gritos de vender y hay atropellos y hay búsqueda y hay huevos. Personas pasan con cartones de huevos, orgullosamente pasan con sus huevos, han comprado huevos. En mi barrio elegante no los hay; en Catia, un barrio obrero, hay huevos.
Me lo explican: los huevos tienen precio controlado. El cartón de 30 debería venderse a 120 soberanos —que hoy, esta mañana, son unos 25 céntimos. Entonces los supermercados y otros comercios grandes no los venden a ese precio porque perderían plata y no pueden venderlos a su precio real porque los multarían o cerrarían. En cambio aquí en el caos los callejeros pueden venderlos a su precio, 800 soberanos. Es francamente ilegal, pero funciona: todos salen con sus huevos en la mano. Alrededor hay mucha policía: pasean, se toman cafecito, charlan, fuman; hay quienes dicen que el Gobierno permite este mercado negro en ciertas zonas populares para bajarles la presión, para darles un chance y conservar su apoyo.
—No, yo lo que soy es bachaquero.
Dice Bola. “Bachaquero” es una palabra clave en la Venezuela actual: la persona que consigue algún producto que revende más caro —y viene, dicen, de unas hormigas, los bachacos, que siempre marchan muy cargadas. Bola no tiene un puesto: vocea sus ofertas en la calle, y alrededor hay muchos como él. Bola tiene una camiseta de baloncesto roja y vieja, un fajo de billetes en la mano. Hoy Bola vende azúcar: compra el bulto de 20 paquetes a 4.500 soberanos y vende cada paquete a 270; hace 900 bolos por bulto, me dice; si tiene suerte, un sábado como éste puede llevarse 4.000 o 5.000, casi tres sueldos mínimos.
—Pero aquí se pasa mucha roncha. A veces la policía te agarra, te quita la mercancía. A mí me agarraron tres veces, la primera me pasé 15 días preso. Ellos siempre joden, pero lo que quieren es la vacuna, plata. Tú les das 50 a cada uno y ya te dejan trabajar tranquilo. Lo que pasa es que hay muchos policías…
Bola viene de Maracaibo, el gran centro petrolero, y lleva cuatro años buscándose la vida en Caracas. Ahora tiene una mujer —baja, los rasgos delicados, su cascada de pelo renegrido— y dos niños chiquitos. Hoy vende azúcar, pero otros días harina, sal, aceite. Le pregunto dónde compra su mercadería y me dice que a “gente de arriba” y me sonríe y se calla. Le pregunto si gente del Gobierno y me dice que sí con la cabeza. El manejo de los productos de la canasta familiar es uno de los privilegios de los colectivos, los organismos chavistas que aseguran el control del territorio en muchos barrios. Con ellos, sus jefes hacen dinero; con ellos, dan y quitan favores, manejan a sus huestes. “Es verdad que hay mucha corrupción, hay mucha indolencia y hay mucho burocratismo, hay mucho bandido por ahí aprovechándose de sus cargos para robar al pueblo”, dijo en estos días Nicolás Maduro, su presidente.
—En lugar de hacer tanta fiesta, podrían levantar la basura.
Se queja una señora y otra asiente; anoche hubo, en la plaza de Catia, un festival de salsa. Yo, extrañamente, vine.
(Estoy rodeado de 20.000 o 30.000 de esas caras que me han enseñado a considerar una amenaza. Bajo los árboles, la luna llena, la estatua ecuestre del mariscal de marras, en la plaza Sucre suena salsa: un festival organizado por la alcaldía de Caracas ha convocado a todos estos miles. Nos rodean cientos de policías vestidos de camuflaje verde y casco negro; la mitad son mujeres. La plaza Sucre es el centro de Catia, mis amigos le temen. Ahora, a mi alrededor, los miles bailan, se ríen, se emborrachan, bailan, se miran, se provocan —bailan. No todos son jóvenes; todos parecen pobres: bocas con dientes menos, las ropas rotas, esas caras. Nadie usa tacos ni zapatos; todo son zapatillas y sandalias. Si cualquiera de ellos apareciera en la cuadra de Altamira donde vivo, los paseantes apurarían el paso, buscarían un refugio.)
"Mira, buena parte de mi familia ya se fue. Y yo pienso que saldré en algún momento, pero para volver. No soy patriota ni nada, pero quiero estar acá. Espero que se pueda"
Y ahora estas señoras rezongan en la puerta del mercado. Es cierto que hay basura, pero parece una montaña antigua: tiene un metro de alto, mugre de varias glaciaciones. En el mercado, en los pasillos poco iluminados, hay puestos que ofrecen por ejemplo ocho frascos de mermelada de mango, cuatro paquetes de fideos, cinco latas de maíz, un sobre de sopa de pollo, cuatro botellas de vinagre, dos de soja. Algunos tienen más, otros menos.
Adentro del mercado, afuera, en las calles convertidas en mercado, miles buscan con su bolsa en la mano: ávidos, lo que encuentren. Si el dizque socialismo quería aminorar el peso del negocio consiguió lo contrario: aquí todos, casi todo el tiempo, están pendientes de comprar, conseguir, hacerse con lo poco que se pueda. La obsesión por el consumo tan difícil, la pelea por la mercancía.
—Yo tenía una alergia y la loratadina me salía tan cara que me compré la que venden para perros. No tuve ningún problema, me curé.
Y hay perros, muchos perros: con la inflación, la falta de dinero, la emigración constante, cada vez más personas se deshacen de sus perros: más y más perros sueltos en las calles, una ciudad con animales.
Liesl Isler tiene 29 años y los tacos muy altos, el pelo una onda larga, los rasgos sin tropiezos, los ojos más celestes del este de Caracas: miran fijo. Liesl se crio en una casa de clase media sin aprietos, fue a una escuela de clase media sin aprietos, aprendió inglés casi sin aprietos y cuando le tocó entrar a la universidad prefirió la Católica sobre la Metropolitana porque la relación calidad-precio era mejor. Corría 2007; quería estudiar periodismo, pero sus padres le dijeron que, en un país con censura y presiones a la prensa, no valía la pena; quería estudiar diplomacia, pero sus padres le dijeron que, en un país donde los diplomáticos se nombraban a dedo, no valía la pena; quería estudiar economía, pero se anotó en administración de empresas. La cursó sin gran interés, con ciertos intereses: en algún momento decidió que cuando fuera mayor quería ser gerente de producto en Procter & Gamble.
—¿Cómo puede querer eso una chica de 20 años?
—Es todo un desafío ocuparse de una marca, cuidarla, modificarla, conseguir que crezca. A mí me gustaba la idea.
Liesl era aplicada, eficaz: cuando se graduó la contrató una multinacional para ocuparse de un detergente conocido; en esos días ninguno de sus compañeros ganaba más que ella. Pero al cabo de un tiempo se cansó:
—No había muchas posibilidades de poner nada tuyo. Tenías que retomar las marcas como venían de la central. Las tropicalizabas un poco, les cambiabas un par de detalles y ya. Yo quería hacer algo más personal.
Así que renunció y estuvo un tiempo sin trabajo, hasta que se enganchó con la gente de Impact Hub, y se quedó. El Hub está en el piso 17º de una torre en el este; desde allí se ven más torres y parques y montañas y avenidas y barrios de invasión; allí, en una docena de oficinas y dos o tres salones, un centenar de jóvenes intentan emprender. La atmósfera es relajada millennial hipsterosa, cafeteras cool y dibujos en los muros, sogas, maderas y otras texturas naturales, las vistas, las revistas, mucho mac, mucho mug, mucho hug. En el Hub hay todo tipo de emprendimientos incipientes —y casi todos se basan en algo digital.
—Es un ambiente creativo, todos estamos buscando, intentando inventar algo, así que nos ayudamos, nos potenciamos los unos a los otros.
En el Hub, Liesl se asoció a otros tres y armaron una start-up que lanzó una tarjeta para pagar aparcamientos en una ciudad donde es muy difícil conseguir efectivo. Le digo que se benefició de la crisis nacional y no le gusta; me explica que no, que ese es un detalle, que siempre es difícil conseguir cambio para pagar las cosas y que además ahora se usa también para pagar lavanderías y que se ha extendido a Chile y que en un año ya consiguieron 12.000 usuarios. Liesl está orgullosa de ese invento y de otro, Aloha, que emprendió sola y consiste en un servicio de verificación para un banco online argentino.
—Ahí me presenté a una licitación y la gané. Mis precios eran más bajos.
—¿Por la diferencia de cambio?
—Claro, el valor del dólar acá es mayor que en el resto del continente.
Me dice, y no le digo que otra vez aprovechó la crisis porque ya me está contando que tiene a 20 personas trabajando con ella y que los eligió para ayudarlos, que solo en su universidad en el último año desertó un tercio de los estudiantes, algunos porque migraron, pero muchos porque no podían seguir pagando, y que ella le dio trabajo a varios y también a conocidos que no tenían dinero para importar las drogas oncológicas que aquí no se consiguen, y que ella, por supuesto, quiere ganar dinero, que no es la Madre Teresa, pero que también quiere ayudar a los demás. Que si no, nada valdría la pena, dice, y me mira como para que apruebe. Yo apruebo, y le pregunto cómo usa la ciudad y me dice que poco.
—Poco, muy poco. Ahora la mayor parte del tiempo nos quedamos entre cuatro paredes. El transporte público no funciona, las calles no tienen luz, está el miedo de que te pase algo… Casi todos los días nos quedamos en casa.
Dice, y que si acaso alguna vez se va a comer algo rico o al Parque del Este a correr un rato —que como va más gente no le da tanto miedo—, y que sigue viviendo con sus padres, pero con suerte este año sí se va a mudar sola, si lo logra.
—¿Cuánto cuesta alquilar un piso para ti?
—Te vas a reír.
—Probablemente.
—Bueno, uno de soltera con dormitorio, salón, comedor, bien, todo bien, puede costar unos 200 dólares. ¿Ves que te ibas a reír? Lo que pasa es que eso aquí no hay quien lo gane.
—¿Y no piensas en irte?
—Mira, buena parte de mi familia ya se fue. Y yo pienso que saldré en algún momento, pero para volver. Yo quiero a mi país. No soy patriota ni nada, pero acá es donde me siento bien, yo quiero estar acá. Espero que se pueda.
La primera vez que vine a Caracas descubrí mi identidad nacional: yo tenía 21, vivía en Francia y nunca había oído hablar tanto de la argentinidad. Pero aquí, escocidos por la inmigración, me contaron infinidad de chistes de argentinos y recuerdo sobre todo el de aquel que se subía al cerro Ávila a ver cómo era la ciudad sin él. Ahora el Metrocable me lleva a una de esas cumbres, invadidas de barrios populares; allá abajo la ciudad es una mezcla de torres y casuchas y parques como selvas.
—Suba, si quiere, pero tenga cuidado. Mucho cuidado, jefe.
Los metrocables están demostrando su utilidad como medio de integración de los poblados más cerriles, los más pobres. Empezaron en Medellín y siguieron por La Paz, Bogotá, Quito; este, el que va hasta Mariche, un barrio de Petare, se inauguró en 2010 y recorre en el aire 10 kilómetros sobrevolando bosques, barrios impenetrables. Los metrocables llevan y traen personas a lugares donde sería difícil poner un tren o una buena avenida. Y les da, dicen, a los más marginados la sensación de que su Estado los recuerda. La cabina arranca rechinando: es una burbuja transparente con dos asientos enfrentados para cuatro personas cada uno; en uno de los vidrios una tal Ariany escribió “Los amo” y alguien más “Tengo hambre”; en el techo hay pintada una pistola. De pronto, en la mitad del trayecto, a 20 o 30 metros sobre ranchos y árboles, la cabina se para.
—No es nada, siempre anda fallando.
Me dice una de las señoras.
—Dicen que no le hacen mantenimiento, que no consiguen repuestos, usted sabe.
Dice otra. Somos ocho: dos chicos, su madre, tres mujeres más, un señor y yo. La cabina es transparente y el paisaje es sobrecogedor. La cabina se balancea despacio, desdeñosa. La madre cuenta que allá en el barrio hace cinco meses que no hay agua, que una vecina que tiene pozo les vende el balde a 50 soberanos y tienen que cargarlo a pie hasta sus casas. Después me recomienda que cuando llegue arriba no me baje, que vuelva enseguida y que mire muy bien con quién me encierro en la cabina.
—Yo con muchachos jóvenes prefiero no ir; nunca se sabe.
Dice, y las otras dos dicen que sí se sabe, que les roban. De pronto, la cabina empieza a bambolearse y cae 5, 10 metros. Al fin para.
Me convencieron: por primera vez en muchos años no uso mi reloj. Hace días que salgo a la calle semidesnudo, timorato, tan lejos de mi espacio y de mi tiempo.
Yuri vive a pocos kilómetros de allí, en otro barrio de Petare. Su casa está al borde de una cañada honda que revienta de verde, frente a un monte orgulloso. Urbanitas ricos de países ricos matarían por vivir en ese decorado, pero el rancho tiene paredes de ladrillos mal trabados, techo de lata, rajaduras. La tierra bajo la casa se desliza al vacío y sus paredes se quiebran, el techo se desguaza. Le pregunto si entra agua.
—Bueno, cuando llueve.
Me dice; el aire de la mañana huele a flores y flores y basura quemada. Yuri tiene 37 años y cuatro hijos entre 15 y 5; al padre lo mataron hace tres cuando lo asaltaron para robarle la moto con la que trabajaba; ella se sobrepuso, recuperó su casa, consiguió un trabajo doméstico, lo tuvo que dejar porque se gastaba el sueldo en el transporte; ahora cocina para un comedor infantil y sobrevive.
—Aquí el que está comiendo es porque tiene alguien afuera que le manda dinero. El que vive de un sueldo no come.
Yuri cuida a los dos hijos de una amiga que se fue a buscar la vida a Bogotá, y el perro de una comadre que se fue a trabajar a Chile; las dos le mandan lo que pueden.
—¿Y tú no piensas en irte?
—Sí, mi comadre insiste. Pero yo no me quiero ir de mi país a dar lástima a otros. Y además no me puedo ir para un país extranjero con cuatro hijos. Ni p’al pasaje me alcanza. Y no puedo irme y dejar dos hijas en plena adolescencia, me las voy a encontrar con una barriga. Yo quiero que estudien, que sean más que yo en la vida, que sean alguien, que puedan irse del país y trabajar en donde quieran, que cumplan con sus sueños. Ese es el sueño mío.
Sus dos hijas mayores van a un colegio a más de una hora de viaje: Yuri quiere que aprendan, y en el colegio de su barrio los profesores van muy poco:
—Acá los muchachitos ven 3 o 4 materias de las 12 que tendrían que ver. Algunos profesores se fueron del país, otros no quieren trabajar porque no les pagan…
—¿Y quién tiene la culpa de que las cosas estén así?
—El Gobierno. Bueno, una parte el Gobierno y otra parte el pueblo, la clase baja, la que no tiene qué comer.
En Caracas hay miles de viviendas vacías, sobre todo en las zonas de clase media y alta. Algunos migrantes deben vender a precios viles a especuladores que aprovechan sus urgencias
—¿Por qué?
—Porque el venezolano es un flojo, no le gusta trabajar. Le gusta que todo se lo den, fácil. Entonces Maduro te da un bono, que no te alcanza para nada, pero te lo regalan. Te da la caja CLAP, que los productos que te dan no son buenos, pero es gratis. Así vivimos, con lo que nos regalan…
Yuri sonríe: hace unos días cumplió años y una amiga la invitó a ir a una discoteca: no sabes cuánto hacía que no iba a una, me dice. No sabes cuánto hacía que no me festejaba un cumpleaños. Yo le pregunto cómo se ve dentro de un tiempo, 10, 15 años.
—A mí lo que me encantaría es irme del barrio. Me gustaría que mis hijos crecieran en una parte bonita, donde no se vea tanta pistola, donde no se vea drogas, donde no se vean niñas de 11 o 10 años embarazadas. Pero no sé. El Gobierno no te deja soñar. Mientras él esté ahí, yo voy a seguir estando aquí.
—No, yo soy venezolana. Muy venezolana. Nunca se me ocurriría creerme que soy de otro lugar.
Johanna tiene esa cara de no haber roto nunca un plato, los ojos negros redondos tras las gafas, pero no tiene dudas: es de aquí. Su madre llegó de Colombia en los setentas, en busca de una vida mejor. Con mucho esfuerzo consiguió que sus cuatro hijas estudiaran algo —aunque ninguna dejó de trabajar durante toda la carrera.
—Pero tuve una beca, pude estudiar. No sabes qué contenta estaba mi mamá.
Su primer empleo, hace seis años, fue en la sección deportes de un diario; cuando lo compró un empresario oficialista las primeras censuras la llevaron a cambiar. En un digital, después en otro, se fue especializando en investigación, en cuestiones sociales. Ganaba poco; ahora, con cierto reconocimiento y un buen puesto, le han aumentado el sueldo: ya gana casi 100 dólares por mes.
—El problema es que cuando salgo de mi casa para venir a trabajar nunca sé a qué hora voy a llegar. Así no es fácil organizarse la vida.
A veces tarda una hora y media, me dice, a veces tres, según la cantidad de gente, las colas, las camionetas que circulen ese día: muchas están rotas porque no hay repuestos. Y que no usa el transporte público porque tiene miedo.
—Las camionetas particulares no son tan distintas, pero por lo menos les pasan un detector de metales a los que van subiendo, hay menos bromas.
Mientras, el negocio de su madre dejó de funcionar y su hermana mayor no consigue trabajo y tiene una hija de dos años.
—Cuando vamos a hacer mercado tenemos que cuidar cada cosa, pesar cada cosa, si antes podíamos comprar un kilo de papas ahora tenemos que contar las papas, dos papas, tres papas. Y si hay algo de proteínas, carne, pollo, todo es para la bebé. Y a veces nosotras comemos una arepita, dos…
“Jhender murió de hambre en abril de 2018, en el mismo hospital donde en 2013, año de su nacimiento, murió Hugo Chávez. Desde entonces, forma parte de una estadística que el Estado venezolano intenta ocultar: la mortalidad infantil”, empieza un reportaje demoledor sobre chicos con hambre que Johanna acaba de publicar en El Pitazo. “El niño era el quinto de seis hermanos, y tenía meses sin alimentarse adecuadamente. Cuando vivía en la periferia de Caracas, en Charallave, en el Estado Miranda, con su mamá y su papá, Rafael Escalona, solo comían una o dos veces al día”.
Johanna está preparando su partida: en unas semanas se irá con su novio a Medellín. Ya lo está organizando: por 80 dólares cada uno pueden tomar un bus que tarda muchas horas hasta Táchira, en la frontera colombiana, y sigue aunque les rompan los vidrios a pedradas para obligarlos a parar, y saquear lo que lleven. El bus, les dijeron, tiene una caja fuerte escondida para guardar el dinero y los objetos deseables, así no se los roban los ladrones o los policías. Y la empresa tiene sus arreglos: los pasajeros ni siquiera deben bajarse en la frontera, el chofer recoge sus pasaportes y se los trae sellados.
—Yo no quiero irme. Aquí hay tantas cosas que me interesan, que me importan, que querría contar. Y además está mi familia, mi mamá, mi sobrina, mis hermanas, yo las amo. Pero yo quiero que mi familia coma bien, que no tengan que pensarlo cada vez que quieren comprar medio cartón de huevos. A mí eso me duele mucho. Y la única forma de ayudarlas es irme. Desde allá espero poder mandarles 100 dólares por mes, y con eso sí van a poder comer todo lo que necesiten.
Johanna sabe —dice que sabe— que quizá tenga que trabajar de cualquier cosa, que ojalá sea periodismo porque el periodismo le gusta tanto, dice, pero que si tiene que ser otra cosa será otra cosa porque lo principal es mantener a su familia.
—¿Y piensas volver?
—Claro que pienso volver. Este es mi país, yo soy de aquí. Yo sé que alguna vez voy a volver. Cuando pueda, en cuanto pueda.
Dice y se interrumpe y unas lágrimas le ruedan por las gafas, y después sonríe:
—Todavía no me fui y ya estoy pensando en volver…
La idea de que una organización social está hecha para durar es otro privilegio de países ricos sólidos. Lo transitorio es su contrapartida habitual en el Tercer Mundo, pero aquí es extremo: muchos, casi todos, más allá de elecciones políticas, te cuentan de un modo u otro la sensación de que esto que están viviendo no debe durar, que pronto va a venir otra cosa. Por supuesto, esa cosa es distinta según quién, pero aquí nadie cree que esta vida de obstáculos vaya a ser para siempre.
—¿Y cuándo va a cambiar?
—Magínate. Hay que tener fe en Dios, porque esperanza ya no queda.
Venezuela era un país de mucha más inmigración que sus vecinos, y Caracas su centro: españoles, italianos, portugueses, sirios, colombianos, argentinos fueron llegando a lo largo del siglo pasado. Ahora tantos se van, buscan en otros sitios. Es el cambio más radical que sufrió en muchos años.
Desde la muerte de Chávez, tres o cuatro millones —se discute— de venezolanos han dejado su país: uno de cada 10 venezolanos lo ha dejado. Al principio se iban los más ricos: a Miami y Madrid, sobre todo. Después, profesionales jóvenes atraídos por empleos en Estados Unidos, en Chile, incluso en Argentina. Y últimamente también los más pobres, los que salen por tierra a Colombia, Ecuador, Perú, donde pueden.
Así que en Caracas hay miles de viviendas vacías, sobre todo en las zonas de clase media y alta. Algunos de los migrantes deben vender a precios viles a especuladores que aprovechan sus urgencias; entre los que pueden evitarlo, algunos alquilan sus casas, pero muchos tratan de no hacerlo porque temen que sus inquilinos se atrincheren. Así que apareció una nueva ocupación: cuidador de viviendas vacías.
—Bueno, hay que ir con cierta regularidad, día por medio, una vez por semana, según, y limpiar, airear, abrir el agua, regar las plantas cuando hay, cortar el pasto, todo eso. A cambio el dueño te da algo, 50, 100 dólares, que aquí es mucho dinero.
Me dice Carlos, cuarentón, bancario sin trabajo. Hay personas que se ocupan de varias casas; más personas que, gracias a las partidas, solucionan.
La partida —o la renuncia a la partida— es un tema central en Venezuela ahora. En aquella cena en la arepera tres periodistas jóvenes me contaban que se pasaron este año de despedida en despedida, que todos sus amigos ya se fueron, muchos de sus parientes, tanta gente, que ahora se ven con personas que conocieron en esas despedidas, amigos frankenstein, dijeron, armados con los restos, y yo les pregunté por qué seguían aquí. Helena me dijo que porque este era su hogar —e Indira y Luisa confirmaron:
—Yo me quedo porque este es mi hogar y no quiero que me boten del lugar al que pertenezco. Y también porque tengo un propósito.
—Bueno, también porque podemos.
—Sí, también porque puedo: tengo una familia que todavía me puede alimentar, me puedo dar el lujo de seguir viviendo mantenida. Porque si quisiera vivir sola no podría.
—Exacto. Sacrificamos nuestra independencia como adultos para permanecer aquí, pero aquí tenemos un propósito. Yo quisiera escribir más sobre lo que pasa en mi país.
—Yo me quedo porque aquí todavía me queda mucho que aprender.
—Y mucho por hacer.
—Sí. Y aunque parezca un poco absurdo, alguien tiene que mantener el chiringuito abierto mientras esto sigue. Si uno lo piensa ahora parece una bobada, pero yo sí creo que en algún momento alguien va a querer volver a esta tierra olvidada de Dios, y yo quisiera que haya algo para ellos.
—Además no hay nada más sabroso que pertenecer a algo. Ser un migrante duele.
—Bueno, estar aquí también es ser medio migrante.
—Sí, porque uno vive en una ciudad que no era la ciudad en la que vivía.
—Ni en la que creció.
—Ni la que era hace 24 horas.
Se reían: una ciudad que es suya y ya no es esa, una ciudad que tantos abandonan, una ciudad que les importa.
Una ciudad herida.
PD: unos días más tarde me comuniqué con mi amiga “Valeria” para pedirle que leyera estas páginas. Ella me dijo que estaba fuera y que me avisaba cuando llegara a Caracas. No lo hizo y volví a escribirle, preguntándole; entonces me contestó este correo: “Hola Martín. El lunes, después de que chateamos, nos asaltaron en la carretera, nos secuestraron y nos robaron. Fue aterrador. Me robaron los teléfonos. Cuando vuelva a tener WhatsApp te escribo. Abrazo, V.”
Yo no supe contarlo.