Las vacas flacas
Hoy los hijos viven peor que sus progenitores. El presente asusta y el futuro aterra. Y lo más trágico es que ese miedo engendra el monstruo del odio.
Debo reconocer que alguna vez le he deseado la muerte a alguien. Eso sí, nunca ha sucedido con gente a la que conociera personalmente; he detestado a unos cuantos individuos en mi vida, pero no hasta el punto de querer verlos tiesos. Supongo que he tenido la suerte y la libertad suficientes como para poder ignorar a los malvados que me han tocado cerca y por eso no he necesitado desear que fallecieran. De modo que los objetivos de mis ansias mortíferas siempre han sido lejanos y brutales: torturadores de personas y animales, criminales peligrosos. Como, por ejemplo, los terroristas. El otro día escuché en una radio la noticia de la muerte de Chérif Chekatt, el asesino del mercado navideño de Estrasburgo, que fue abatido en un tiroteo por la policía, y mi primer sentimiento fue de puro júbilo: un monstruo integrista menos, aplaudió mi miedo. Pero un instante después entró en funcionamiento la razón, que me hizo experimentar cierto desasosiego. Porque por supuesto es lógico sentir un hondo alivio, pero ¿es imprescindible esa alegría feroz?
No me gusta desearle la muerte a nadie ni dar brincos de gozo ante su cadáver. Es decir, no me gusto cuando soy así. Y no lo digo en defensa de la vida y de los principios del humanitarismo (que, en el fondo, también), sino sobre todo porque creo que entregarse sin trabas al odio no es bueno para nadie, ni individual ni socialmente. Y alegrarse de la muerte de un ser vivo es la culminación del odio. Es caer en un aborrecimiento tan extremo que deshumanizas al odiado.
Los estudios demuestran que un 1% de los humanos son psicópatas. Esto no quiere decir que todos ellos sean criminales en serie, sino que son lo que llamaríamos malas personas, tipos insensibles, egocéntricos, incapaces de experimentar culpa o empatía (por cierto, parece ser que la cifra sube al 4% entre los políticos y los altos ejecutivos, cosa que da cierto repelús). Pues bien, fuera de este 1%, creo que los demás nos parecemos bastante en nuestra mezcla básica de bondad y de maldad: todos tenemos nuestro ángel y nuestro demonio en el interior, y luego las vidas se decantan más hacia uno u otro lado, en parte por el esfuerzo personal, pero también por las circunstancias.
Y así, las épocas de vacas gordas fomentan la bonhomía. Yo he vivido en mi adolescencia y primera juventud el flower power. El dinero corría en Occidente, el Estado de bienestar parecía un lugar al que habíamos llegado para quedarnos, los hijos vivíamos mejor que nuestros padres. Había esperanza en el futuro y entusiasmo en el ambiente, y de ese cóctel favorable surgió el pacifismo hippy y el cándido eslogan de “Haz el amor y no la guerra”.
Ahora, en cambio, los hijos viven peor que sus progenitores. El presente asusta y el futuro aterra. La violencia y el enfrentamiento suben en el mundo como la espuma, cosa que hace que se acreciente el miedo. Y lo más trágico es que ese miedo desaforado engendra el monstruo del odio, que a su vez provoca más enfrentamiento y más violencia. Es un círculo vicioso y destructivo. Estamos en plena travesía de las vacas flacas, y los tiempos de penuria suelen sacar lo peor de cada uno. Lo advierto en mí misma: cada año que pasa me noto más feroz, deseo la muerte de más personas y me alegro más de que los maten.
Lo cual no es nada bueno. En realidad es horrible. Es como una enfermedad moral y colectiva que sólo nos puede llevar al despeñadero. Escribo esto y me parece escuchar a todas esas personas que trompetean, enfáticas, eso de “¡Si hieren a mi familia, yo los mato con mis propias manos!”. Pues sí, y supongo que yo también. Pero no me enorgullezco de ello. De hecho, la historia de la civilización es un esfuerzo ímprobo a través de los siglos para superar esa ferocidad individual, para poner orden en los excesos, para aspirar a ser mejores de lo que somos. Intentemos no entregarnos ciegamente al odio, por favor. Y no permitamos que se usen triquiñuelas verbales como la que utilizó el ministro de Interior francés cuando dio la noticia de la muerte del terrorista de Estrasburgo: “Los policías neutralizaron al asaltante”. Un eufemismo obsceno que deshumaniza al enemigo y que nos hace aún más difícil combatir nuestro odio.
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