Está pasando: una chancla en un restaurante con estrellas Michelin. “¡Basta ya!”
Cuando el ‘community manager’ de la Guía Michelin de Reino Unido estalla en Twitter por culpa de un emplatado creativo es que algo está pasando
En julio del año pasado el gestor de Twitter de la Guía Michelin de Reino Unido estalló. El cocinero Peter Maria Schnurr, cuyo restaurante Falco ostenta dos estrellas Michelin en la ciudad de Leipzig (Alemania), tuvo la idea de crear un postre cuyo soporte fuera una chancla cubierta de arena de nueces tostadas, setas y polvo de algas, acompañada de tomate tamarillo y una copa de champán. La reacción fue contundente: “Basta ya”.
La cuenta We Want Plates (Queremos platos), que suma 153.000 seguidores en esa red social, respondió al estupefacto community manager con decenas de fotos de platos servidos en toda clase de zapatos en restaurantes de medio mundo. We Want Plates impulsa desde 2015 una cruzada global contra el servicio de comida en trozos de madera y pizarras o bebidas en botes de mermelada. Después de unos años de creatividad algo difusa, por fin cocineros, ceramistas y profesores de emplatado coinciden en los excesos y el efectismo de la puesta en escena, y apuntan a la recuperación de platos más utilitarios fabricados con materiales más duraderos y sostenibles.
El primer punki de la mesa
Una ensalada en una maceta, patatas en un camión de juguete, recipientes de Lego para el pan, muñecas envueltas en jamón… Si algo tienen estos recipientes en común —llámenlo exceso de prurito— es que se asocian irremediablemente con babas de niño y pies. "Es una provocación. ¿Qué pinta una chancla encima de la mesa?", exclama Jorge Bretón, profesor de cuarto de Vanguardia en la escuela de gastronomía Basque Culinary Center. "Tenía una intención experiencial llevada demasiado lejos. Como si pusieran música punk a mucho volumen". ¿Cómo hemos llegado hasta aquí, y ahora quién baja la música?
Enough now pic.twitter.com/XbdbA5ku6y
— The MICHELIN Guide (@MichelinGuideUK) July 12, 2017
El primer punki de la mesa fue el cocinero francés Paul Bocuse, impulsor en los años 70 de la Nouvelle Cuisine junto a los chefs Alain Chapel, Fernand Point o los hermanos Troisgros. Este movimiento, fundamentado en reducir los tiempos de cocción y acudir a los mercados regionales desterró la rigidez de las vajillas, que sustituyó por emplatados más creativos y platos con diferentes formas.
"Antes de Bocuse, lo primero que hacían los inspectores de la Guía Michelin era darle la vuelta al plato para ver la calidad de la marca. Además, tenían que ser redondos y por orden: del hondo, al de postre", recuerda Julio Vallés, historiador y presidente de la Academia de Gastronomía de Castilla y León. La ensalada de judías verdes al dente, que por insípida que suene rompía con todo lo anterior, sorprendió tanto a los jueces —"¡La nueva cocina existe!"— que se olvidaron de la porcelana. El ideario de los pioneros franceses fue absorbido por los cocineros de Euskadi en el segundo lustro de la década, y en Cataluña en los 80.
Cuándo se salió la comida del plato
Mientras la restauración comenzaba a vivir una agitación identitaria, en los tradicionales hogares españoles, no había aún otra cosa que platos redondos: las vajillas de Duralex, San Claudio (cerrada en 2009), Arcopal, Royal Gijón o Yoplait (que se conseguía consumiendo yogures de la marca), iban vertebrando la historia cotidiana y nostálgica de España desde los años 50. De loza, cerámica o vidrio templado, muchas fueron arquetipo de resistencia y durabilidad y símbolos de la austeridad de la clase obrera y de la producción en masa. Todos coincidían en su funcionalidad. Prácticas y nada ostentosas.
La comida se salió definitivamente del plato con Ferran Adrià. En elBulli, en los años 90, el chef catalán, Juli Soler y compañía comenzaron a redefinir los compases de la cocina y la sala con un lenguaje propio con el uso de vasos, cucharas de porcelana para los aperitivos, platos geométricos o cócteles en probetas de laboratorio.
Pero por imaginativa que fuera la presentación de sus creaciones culinarias los recipientes en los que se sostenían no dejaban de ser objetos que existían en el mercado. En 2002, y de la mano del diseñador industrial suizo Luki Huber, quien se incorporó al equipo de elBulli para trabajar durante cinco años, Adrià dejó volar —podría ser literal— los emplatados. La colaboración con diseñadores como Huber propició que se concibieran nuevas presentaciones más acordes con las necesidades creativas de los chefs; y por qué no, a la inversa, hubo soportes que inspiraron bocados nuevos.
Pipetas sí, y platos también
El espectáculo, eso sí, seguía un concepto. No había trajes de Lady Gaga. Fueron pioneros en utilizar platos de pizarra —perfectos para mantener la temperatura del producto—, pipetas de plástico como pincho de brocheta, la cuchara colador y utensilios antes solo empleados en laboratorios, como las pinzas o las jeringas, que permitieron crear las esferificaciones. Algunas de estas invenciones han llegado a estar expuestas en el Centro Georges Pompidou de París.
Y los platos, como los entendemos, nunca desaparecieron del todo, quizá porque aportan la dosis necesaria de seguridad e higiene. En la década de los dos mil las vajillas de porcelana blanca Ola, creada por Gemma Bernal, y O! Moon, del estudio Laia de San Sebastián, se colaron en el inventario de Adrià y en restaurantes como Mugaritz o Charlie Trotter's, provocando que cada creación fuera dependiente del recipiente y no al revés.
Tras el cierre de elBulli como restaurante en 2011, la cocina nórdica, liderada por René Redzepi, tomó el relevo entre las corrientes de influencia, evolucionando vajillas y emplatados hacia la simplicidad y la limpieza, con colores tierra, texturas mate y materiales como la cerámica. Una manera de desmarcarse de la porcelana blanca francesa y alemana, marca de los estrellas Michelin.
Platos 'instagrameables'
"Regresamos a lo tradicional, a lo clásico, lo autóctono. La cocina vuelve a tendencias como el kilómetro cero y la vajilla es otra vez entendible", explica el profesor del Basque Culinary Center, y sentencia como si el periodista fuera un alumno al que se le ha subido el entusiasmo: "Si hacemos comida casera: platos clásicos. Si elaboramos algo más moderno: vajillas sostenibles, de artesanos locales, etcétera".
En el ámbito de los emplatados, Bretón recuerda que se consideran la disposición, la estética, el color y el volumen y, desde hace poco, la profundidad, por la tendencia de fotografiar los platos con el móvil. "En la cocina nórdica, esto último no lo tienen tan en cuenta, y hacen las fotos cenitales. Les importa más la funcionalidad del plato [como recipiente]", apunta. Uno los ejemplos más innovadores y espectaculares de los últimos años ha sido el del cocinero norteamericano Grant Achatz, que sirve un postre de dulces y chocolate utilizando la mesa del comensal como lienzo (vídeo abajo); lo que para algunos, y no les culpamos, puede resultar un derroche de alimentos.
El retorno al contenido
En la alta cocina cada chef tiene un discurso propio y por ello la vajilla suele ser exclusiva. Sin embargo, "muchos tienden volver al plato blanco, que realce la comida", apunta el ceramista madrileño Pedro León. "Las más extravagantes son parte del espectáculo, pero esto también se acaba, como todas las modas. Permanecerán las vajillas más utilitarias y los materiales más duraderos, como la cerámica", añade el artesano, quien desde su taller ArteHoy, que abrió hace 22 años en el barrio de Embajadores de Madrid, ha fabricado platos para restaurantes como Kabuki, Umiko o Ramón Freixa. León trabaja con una mezcla de porcelana y gres que hornea a 1.260 grados y decora a mano con tonalidades poco habituales. El precio: seis juegos de tres platos (hondo, llano y de postre), ronda los 350 euros.
El cocinero Óscar Velasco —con dos estrellas Michelin en el madrileño Santceloni— pronostica que, bajo una aparente sencillez, los cocineros se centrarán en el producto y en cocinarlo: “Volveremos a los platos blancos y redondos”. Una pieza de la vajilla en la que presenta su menú cuesta 170 euros y las velas, diseñadas por el reconocido diseñador industrial francés Philippe Starck para la empresa cristalera Baccarat, 800 euros. El chef programa cuatro compras anuales en las que, además de gastar una cantidad “variable” en función de las nuevas creaciones culinarias, reponen las roturas, por las que desembolsan una media de 12.000 euros anuales. Eso sí, recuerda Velasco, si bien un mal recipiente puede estropear una comida: “Ninguna vajilla salva un mal plato”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.