Todo puede ir peor
A veces pensamos que el desgaste de las instituciones no va a pasar factura o que la polarización no tendrá consecuencias
De los bancos a los matrimonios, pasando por los sistemas políticos, casi todo se estropea de la misma manera: primero poco a poco, y luego de repente. Hace unas semanas, Janan Ganesh señalaba entre los factores del ascenso del populismo la falta de experiencia del trauma entre el electorado y los líderes.
Es un triunfo (incompleto: muchos se quedan fuera) de la humanidad, una fortuna extraordinaria que limita la imaginación. Como decía Ganesh, para Trump y Bannon, pero también los chalecos amarillos o los partidarios del Brexit, las dificultades económicas son lo peor que podría pasar. Algo parecido podría decirse del independentismo catalán. Nos cuesta pensar en la destrucción de un orden y sus consecuencias. Como no hemos vivido algo así, olvidamos que muchas de ellas son imprevisibles. La potencia de la voluntad política es limitada, pero los efectos no deseados llegan muy lejos.
Una paradoja es que esta falta de experiencia suele ir acompañada de una obsesión por la historia. Como decía A. J. P. Taylor, aprendemos de los errores del pasado para cometer otros nuevos. Rescatamos una versión romántica, una retórica que simplifica e inflama, y un imaginario redentor, y olvidamos lo que no nos interesa. A las víctimas reales se suman los que sufren agravios imaginarios: no siempre es fácil distinguir unos de otros. Recreamos los conflictos pensando que sus efectos no pueden repetirse. Hasta los que se definen como antisistema confían en que algún resorte del sistema los termine salvando. Pero no siempre es así. En Sonámbulos, Christopher Clark contaba cómo los líderes y diplomáticos de toda Europa avanzaron casi sin darse cuenta hacia la Primera Guerra Mundial, convencidos de que en algún momento las salvaguardas del sistema los detendrían y se evitaría un enfrentamiento.
Damos por sentado el orden político que tenemos: a veces pensamos que el desgaste de las instituciones no va a pasar factura o que la polarización no tendrá consecuencias. Nos felicitamos de la fortaleza de nuestro sistema, y con buenas razones: la Unión Europea ha sobrevivido a varias crisis, la democracia española ha conseguido canalizar nuevas demandas políticas, los enfrentamientos verbales son desagradables pero preferibles a la violencia. En otras ocasiones, la tentación es encogernos de hombros y decir: “¿Qué más da? Las cosas no podrían ir peor”. Pero no es así: siempre pueden ir peor. @gascondaniel
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
Archivado En
- Opinión
- Populismo
- Movimiento de los chalecos amarillos
- Brexit
- Donald Trump
- Referéndum UE
- Euroescepticismo
- Protestas sociales
- Elecciones europeas
- Unión política europea
- Malestar social
- Referéndum
- Movimientos sociales
- Elecciones
- Ideologías
- Unión Europea
- Organizaciones internacionales
- Europa
- Problemas sociales
- Relaciones exteriores
- Política
- Sociedad
- Reino Unido