La violencia que se espera
Muchos chalecos amarillos creen que no tienen nada que perder y se sienten menospreciados por la mayoría de los políticos
La violencia del acto III de los chalecos amarillos en París el pasado 1 de diciembre dejó estupefacta a la comunidad internacional, a los turistas que visitaban la ciudad y a los propios residentes de la zona oeste de la capital, tradicional enclave de la burguesía parisina que rara vez sufre las embestidas de la protesta social y el vandalismo. La elección de la monumental plaza de Étoile, donde se halla el Arco del Triunfo, y las 12 avenidas que confluyen en ella, por parte de los manifestantes y los principales ejecutores materiales de la violencia —casseurs(vándalos) e infiltrados ultras—, no fue casual. “Muy estimados burgueses, disculpen las molestias. ¿Podríamos vivir todos dignamente, por favor?”, decía irónicamente la pancarta de un manifestante. “Ricos de mierda”, decía una pintada, más directa, sobre un hotel de lujo.
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El sociólogo Laurent Mucchielli denuncia el énfasis mediático en la violencia de los chalecos amarillos, apelando a examinar las circunstancias que la motivan e incluso, como dicen otros analistas, la justifican. “Que una parte de la gente sea capaz de comportamientos violentos es trivial. Todos lo somos en ciertas circunstancias”, escribe Mucchielli. El efecto que produce el espectáculo de la violencia, desde la fascinación hasta la repulsa, no contribuye a un pensamiento colectivo sosegado y suele servir de coartada a los Gobiernos para ignorar las reivindicaciones de los que protestan pacíficamente. Pero es legítimo preguntarse si el hecho de descolocar a las élites biempensantes frente a sus propios portales, comercios y restaurantes no ha sido, precisamente, lo que ha catapultado al movimiento de los chalecos amarillos a la primera línea de la política nacional francesa. La cuestión es, ¿cuánto recorrido tiene la estrategia de la violencia?
Del acto IV, la manifestación convocada para el pasado sábado 8, se esperaba lo peor. La llamada a marchar sobre el palacio del Elíseo, aparentemente cándida (“solo queremos hablar con Macron”), de Éric Drouet, una de las caras visibles del movimiento, desde un plató de televisión encendió todas las alarmas. Como una ciudad medieval que alza sus puentes levadizos ante la llegada de las hordas enemigas, París se blindó y los residentes de las zonas céntricas tomaron sus medidas —desde aparcar lo más lejos posible del perímetro del Arco del Triunfo hasta pasar la noche en casa de familiares, lejos del centro—. Los controles en los accesos a la ciudad resultaron en la detención preventiva de más de 800 personas que acudían a la capital armadas con artefactos caseros con la presunta intención de realizar acciones violentas. Los escasos 10.000 chalecos amarillos que pudieron sufragar su desplazamiento y llegaron a París se encontraron con un centro urbano vacío, salvo por los numerosos antidisturbios, los periodistas y algunos curiosos, en el que se sucedían persianas cerradas y escaparates recubiertos de madera. Como explicaba el sociólogo Michel Wieviorka, la brecha entre la capital y sus élites y las clases populares de provincias se hacía todavía más explícita: París les daba, literalmente, la espalda.
El efecto que produce el espectáculo de la violencia, desde la fascinación a la repulsa, no contribuye a un pensamiento colectivo sosegado
A pesar de las draconianas medidas de seguridad, volvió a haber violencia, destrucción y heridos, tanto entre los chalecos amarillos como los antidisturbios e incluso los periodistas que cubrían la jornada, especialmente en aquellos barrios parisienses donde no se habían previsto actuaciones violentas y en otras ciudades como Burdeos, Grenoble y Toulouse. Pero el impacto social y mediático fue menor que el sábado anterior. Esta vez, la violencia se esperaba.
Tras el discurso a la nación del presidente de la República el pasado lunes, está por ver si los ánimos se apaciguan. Las cuatro medidas económico-fiscales propuestas por Macron son tildadas de insuficientes, cuando no de migajas, por la mayoría de los chalecos amarillos. Se mantienen las llamadas a una quinta movilización, incluso a la insurrección. Muchos chalecos amarillos sienten que no tienen nada que perder. Víctimas de la violencia estructural de una economía globalizada, se sienten menospreciados por numerosos representantes de la República que no pueden evitar sonreír con displicencia ante su manera de expresarse o sus faltas ortográficas en las redes. Sienten encarnar al pueblo francés y no les falta un profuso pasado revolucionario del que nutrirse. Dos de cada tres franceses simpatizan con las reivindicaciones del movimiento. El peligro de la estrategia de la violencia es que exige o bien superar las expectativas de violencia en cada movilización, con consecuencias impredecibles, o bien mantener una estrategia de desgaste cotidiano con actos de violencia de menor intensidad, que puede terminar minando esa simpatía mayoritaria.
Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente. Actualmente reside en París.
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