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Columna
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El pueblo

El uso de esta palabra debería estar sometido a una estrecha vigilancia por un comité mixto de expertos de la RAE y politólogos con experiencia

El líder de Podemos Pablo Iglesias en el Congreso, el pasado 12 de diciembre.
El líder de Podemos Pablo Iglesias en el Congreso, el pasado 12 de diciembre. Victor J Blanco (GTRES)

La palabra pueblo está cargada de dinamita. Su uso debería estar sometido a una estrecha vigilancia por un comité mixto de expertos de la RAE y politólogos con experiencia.

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Hay que tener cuidado —ya lo sé, y lo deberíamos saber todos, empezando por periodistas y políticos— con la historia que acompaña con frecuencia su uso. Por ejemplo, Madrid en noviembre de 1936, cuando el “pueblo” de Madrid se echó a la calle para detener el avance del fascismo. El pueblo, evocado ahora en tantas ocasiones por la izquierda y, ay, por los populistas, era en realidad, en este caso, un conglomerado de gente muy politizada y movilizada por comunistas en torno al feliz eslogan de “No pasarán”. Varios miles de madrileños dieron coraje y apoyo a los milicianos que huían despavoridos del avance de las tropas africanas de Franco. Y no pasaron. Pero el pueblo era poca gente en ese asunto, y desde luego no formaba parte de él ningún votante de partidos de derechas.

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Con la distancia, ya podemos preguntarnos si esos miles de madrileños eran el pueblo. Puestos a exagerar, podríamos decir que eran un 5% de la población de la ciudad. El otro 95% no era pueblo, por tanto.

Cuando Pablo Iglesias llama a las barricadas contra el fascismo está apelando a ese 5%. Aunque su llamada no se acaba ahí: los distintos pueblos de España tienen que confluir para alumbrar una nueva Constitución. ¿Y quién demonios forma cada pueblo de España?

No se puede saber tampoco en sitios más pequeños. Ahora, yendo a Cataluña, donde la palabra poble se ha vuelto de uso común, resulta que los CDR, tan ensalzados por el president Torra, son los delegados del pueblo para misiones que en países democráticos como España tiene la policía, y otras que en países no democráticos, como Cuba o China, tiene también la policía.

La pregunta al final es siempre la misma: ¿quién es el pueblo? Ni Iglesias ni Torra nos dan la respuesta, como tampoco nos la dan ni Ernesto Laclau ni Marta Harnecker ni Adolf Hitler.

El pueblo, endiosado por quienes son sus autoproclamados representantes, es incognoscible, y en su nombre se pueden cortar autopistas u ordenar escabechinas sin que sus representantes, sus voceros, sus intérpretes, puedan ser juzgados por ello. Quizá, dado que casi todos los ciudadanos somos imperfectos humanos, sería mejor recurrir al censo antes que al pueblo.

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