_
_
_
_

Las dos cosas fundamentales que debe tener una casa, según Truman Capote

Y una lección que todos tendríamos que aprender de los hogares ajenos

El escritor Truman Capote en 1976, en un rincón de su casa de Palm Springs, California, demostrando que se puede viajar, incluso navegar sin salir de casa | Horst P. Horst / Getty
El escritor Truman Capote en 1976, en un rincón de su casa de Palm Springs, California, demostrando que se puede viajar, incluso navegar sin salir de casa | Horst P. Horst / GettyHorst P. Horst (Getty)
Anatxu Zabalbeascoa

En uno de mis cuentos favoritos, El invitado del día de acción de gracias, Truman Capote deja caer, diría que apenas sin darse cuenta, dos cosas fundamentales que debe tener una casa. Primero algo bonito. Lo que sea, pero precioso. En el cuento es un mantel de lino blanco: "Puede llegar el día en que todo lo que podamos ofrecer sea agua del pozo, pero al menos podremos servirla en una mesa cubierta con lino puro".

Lo segundo esencial es que la casa tenga rincones. Buddy, el niño protagonista del relato, autobiográfico, llama a su escondite La isla: "Un lugar al que acudía cuando me sentía triste o inexplicablemente entusiasmado o cuando quería pensar en mis cosas". En muchos pisos contemporáneos esa isla solo cabe en un cuarto de baño. En la casona de Alabama en la que el pequeño Persons —todavía no era Capote— pasó su infancia en compañía de su amiga, la anciana Miss Sook, La isla también estaba en el baño.

A Capote le pasó como a muchos: tuvo que crecer para darse cuenta de que cocinando pan de maíz y desayunando ardilla frita había sido feliz. También teniendo por amiga a la menos espabilada de la familia de tres hermanas con las que creció. Las mismas que antes habían adoptado a su madre, Lillie, hasta que esta, con 16 años "y el tipo de belleza que vemos en los concursos de belleza infantil", se casó con su padre. Con el bebé a cuestas, y 18 años, Lillie fue a la universidad, y cuando terminó de estudiar se divorció. Así es que, antes de conocer al señor Capote —un comerciante cubano del que Truman heredaría el apellido—, envió al futuro escritor a Alabama, a la casa de las tres viejas que la habían criado. Hasta los ocho años Truman creció entre peleas de almohadas con la anciana Miss Sook.

Interior de la casa de Capote en los Hamptons, Long Island (Nueva York), en cuyo salón de dos plantas mandaban el colorido del océano y una inmensa librería que ocupaba toda una pared. La casa se puso a la venta en 2014 por 14 millones de euros | Horst P. Horst / Getty
Interior de la casa de Capote en los Hamptons, Long Island (Nueva York), en cuyo salón de dos plantas mandaban el colorido del océano y una inmensa librería que ocupaba toda una pared. La casa se puso a la venta en 2014 por 14 millones de euros | Horst P. Horst / GettyHorst P. Horst (Getty)

Aunque no esté expresado en este cuento —cuya moraleja es que dos cosas malas no hacen una buena—, el tercer asunto fundamental para una casa queda implícito en la historia. Descubrirlo no parece difícil. Tampoco resulta fácil. La tercera clave que mide la bondad de una casa consiste en salir de ella. Y en ese punto, en la salida, es donde tengo algo que proponer.

Llevo años pensando que los españoles necesitamos un Erasmus estatal para adolescentes. Podemos darle un nombre patrio —María Zambrano, Rosalía de Castro, Fortunata o Jacinta—, pero visto que los adolescentes no van a leer a Galdós para darse cuenta de que los mezquinos, los aduladores, y también los valientes, lo son al margen de la provincia en la que nazcan, puede que haya llegado el momento de que aprendan tanto conviviendo con una familia nacional como con una familia inglesa.

Dado que somos un país de intensos, no necesitaríamos ni seis meses para observar lo mejor y lo peor de cada casa: la diferencia entre el recibimiento y la convivencia cotidiana, el orden y la distribución de tareas, la gastronomía y la logística, la limpieza y la obsesión por la limpieza. Veríamos también lo que tienen, o dejan de tener, los demás. A qué dedican sus horas. Con cuánta luz leen. O si leen. Puede que aprendiéramos temprano a hacer una paella, pulpo a feira o a hacernos la cama. En todo hay niveles.

Algunos jóvenes llegarían a fijarse más en el juego que en las camisetas. Si eso sucediera, la salud personal y la exigencia con los políticos madurarían. Los muy radicales aprenderían, por lo menos, a ver cómo funciona el mundo cuando uno se rodea de gente que no es como uno. De todo lo que vieran algo les iba a hacer pensar. Lo mismo sucedería con las casas. Los ricos aprenderían de lo poco. Y puede que de lo cercano. Los pobres, de la abundancia. O de la tacañería. Habría sorpresas. Para eso se haría el Erasmus nacional, para sorprenderse.

Bruce Chatwin escribió sobre la claustrofobia de algunas personas que nunca dejan la casa en la que han nacido y "viven una relación circular donde no puede suceder nada". Por eso una vivienda con rincones, algo bonito y la puerta abierta tiene lo fundamental para convertirse en una gran casa.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_