Los denisovanos también tenían sexo
Esa locución no llegó por casualidad, sino porque ninguna alternativa propia nos convence


Quizás haya más formas de denominar el acto sexual que de practicarlo. La última en llegar al español habitual de los medios de comunicación ha sido “tener sexo” (documentada ya en 1975, pero de escaso uso hasta hace poco).
Algunos meses atrás se acusó a la actriz Asia Argento de haber tenido sexo con un actor de 17 años. Y en el mismo día se nos informaba de que hace 50.000 años una mujer neandertal y un hombre denisovano también tuvieron sexo, lo que dio lugar a la primera hija de dos especies humanas distintas.
La locución verbal “tener sexo” no se ha fabricado genuinamente en el ámbito del español. Procede del puritanismo anglosajón, que pretendía esquivar expresiones más crudas (to have sex, dicen en esa lengua). Tampoco fue creación hispana la fórmula “hacer el amor”, copiada del inglés o del francés; o de los dos a la vez: make love y faire l’amour. (Sí: suena mucho mejor en francés).
Las dos opciones arrastran problemas.
“Tener sexo” choca con la realidad de que todo el mundo tiene sexo aunque no se coma un colín (“barra de pan pequeña, delgada y alargada”, por cierto). Tener sexo no es una elección, sino que nos viene de serie. De ese modo, si alguien dice “a fulano le gusta mucho tener sexo”, se le podría contestar “será que lo usa”.
Por su parte, la palabra “amor” encaja regular con el omnipresente verbo “hacer”, porque éste se vincula con algo mecánico que se produce, se ejecuta o se fabrica, y no tanto con algo que se da, se disfruta o se comparte.
Mientras esas expresiones progresaban, quedaron arrinconados los verbos castizos “copular”, “coitar”, “ayuntarse”…; además de “fornicar” (que se aplica cuando el acto excede la circunscripción del matrimonio). No obstante, todos ellos siguen en la memoria colectiva junto con otras posibilidades que no reproduciremos aquí por si esta columna se lee en horario de protección infantil.
Antes de que llegara a nosotros en el siglo XX esa influencia anglofrancesa, “hacer el amor” significaba “galantear”, “cortejar”, “enamorar”. Un personaje de Galdós dice en Fortunata y Jacinta (siglo XIX): “Todavía sostendrá que yo le hice el amor. No hay quien se lo quite de la cabeza. Y todo porque me solía parar en la esquina de la calle de Tintoreros”. Si uno desconoce el antiguo significado, se quedará muy extrañado de que dos personas puedan discutir sobre si hicieron el amor o no, sobre todo si el acto había ocurrido en plena calle de Tintoreros.
Del mismo modo, siglos atrás dos personajes de una novela hacían el amor incluso en presencia de sus padres; lo cual, leído ahora, puede provocar una impresión equivocada sobre la promiscuidad de nuestros antepasados.
Ahora bien, no hemos asumido estas nuevas formas por casualidad. El hueco a los dos extranjerismos hoy en boga se abre porque ninguna alternativa propia nos convence. Unas nos suenan a eufemismo rancio (“¿nos acostamos?”). Otras parecen una impertinencia (“¿quieres que copulemos?”). Y también las hay que son una cursilería que hasta quita las ganas (“cariño, ¿practicamos el coito?”). Por no hablar de las opciones soeces (“¿…?”). Y entre unas razones y otras, se usan poco (los verbos, digo).
El mecanismo sigue igual desde hace milenios, pero después de tantos siglos no hemos terminado de dar con las palabras adecuadas para nombrarlo sin eufemismos y quedarnos tan panchos.
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