Poetas
Leyendo poemas he sentido que eso es escribir, que lo demás es un noble intento de lucha en el barro
Tuve suerte. Me inocularon la poesía desde chica y fue, junto con el cómic y la literatura sin prestigio, una de las cosas que me transformaron en lectora. Mi madre me hacía reír recitando “Érase un hombre a una nariz pegado, / érase una nariz superlativa”; mi padre me inyectó temprano la infecciosa locura de Rimbaud: “¡Oh, la Omega, reflejo violeta de sus ojos!”. Después, llegué a otros poetas por las mías. T. S. Eliot, Nicanor Parra, Héctor Viel Temperley, Louise Glück, Charles Simic, Idea Vilariño, Raúl Zurita, Gonzalo Millán, Ana Ajmátova, Sharon Olds, Denise Levertov. Leyendo poemas (que a veces entiendo con una parte de mí que no es la razón) he sentido que eso es escribir, que lo demás es un noble intento de lucha en el barro.
La semana pasada fue grandiosa para la poesía latinoamericana. La poeta uruguaya Ida Vitale ganó el Premio Cervantes, y el colombiano Darío Jaramillo Agudelo, el Federico García Lorca. Darío Jaramillo es uno de los mejores poetas de su país, un lector bestial, un tipo divertido y valiente. En 1989 una carga de pólvora y metralla que iba dirigida a otro le voló una pierna y, mientras se desangraba y sus amigos lo llevaban en camioneta al hospital más cercano —estaban en una hacienda—, sacó de su bolsillo un casete con música de Chopin y pidió que lo pusieran. En 2013 escribió en este periódico un artículo diciendo que algunos poetas latinoamericanos eran conocidos en España gracias a los premios y a ciertas editoriales —Visor, PreTextos—, pero que “lo que hay más allá es pura niebla. Nombres familiares en cada país e ignorados en el resto del vecindario”. Seguía a eso una generosa lista de fabulosos poetas latinos de varias generaciones. Una generosa lista que incluía a Ida Vitale. Contrabandear esos nombres insistentemente, como él lo ha hecho, es otra de las cosas que hacen grande a un poeta, a un hombre.
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