Aniversario
Si todo se queda en aplausos y confetis sólo significará que no hemos aprendido nada en los últimos cuarenta años
Cuarenta años son muchos años. En cuarenta años, la piel se arruga, la carne se ablanda, los dientes se mueven, el pelo se cae. La factura del tiempo no es incompatible con la plenitud, al contrario. Los años aportan experiencia, conocimiento, astucia y sutileza, pero estas ventajas desaparecen cuando su presunto beneficiario no se comporta de acuerdo con su verdadera edad. Ese es el peligro que, me temo, afronta el 40º aniversario de la Constitución de 1978. Insistir en que fue un milagro, una hazaña, una bendición, no debería implicar que se ignoren los cambios que se han producido en España desde que se aprobó, ni que se pase por alto la repercusión de algunos de sus artículos en ciertos problemas que se cuentan entre los más graves que hoy enfrentamos. La autocomplacencia radicalmente acrítica que domina ya discursos y comentarios resucita una estrategia que dio buenos resultados en los primeros tiempos de la Transición, pero que en estos momentos, con tantos y tan peliagudos debates abiertos, puede acabar resultando más dañina que beneficiosa para la vigencia del propio texto constitucional. Cuarenta años son muchos años, y todos ellos nos separan de la dictadura franquista, cuya ominosa sombra planeó, nos guste o no, sobre los padres constituyentes de 1978. Ya no hay motivos para prolongar el secreto, el miedo, el silencio, que determinaron en buena parte aquel proceso. En 2018, la lealtad constitucional pasa por analizar minuciosamente ese texto, detectar los errores, los anacronismos que contiene, plantear las mejoras posibles y discutirlas con honestidad y transparencia. Si todo se queda en aplausos y confetis solo significará que no hemos aprendido nada en los últimos cuarenta años.
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